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El intento fallido de bukelización de las cárceles de Ecuador: continúan las fugas y el control de las pandillas

Ecuador

Una recorrido por la cárcel de Cotopaxi, una de las más peligrosas de Ecuador, empieza con los visitantes enfundándose un chaleco y ajustándose un casco, como si entraran en una zona de guerra. Resulta necesario también cubrirse el rostro, para que nadie te reconozca. Los soldados del Ejército ecuatoriano han tomado la prisión desde hace unas semanas y eso hace que mil de ellos estén repartidos en los pabellones para controlar a las pandilleros, los verdaderos amos de este lugar. Los militares usan equipo de combate, listos para la acción. Las prisiones ecuatorianas han sido a menudo escenarios de sangrientos motines provocados por los grupos criminales que se han saldado con decenas de muertos, a los que decapitan y arrancan el corazón como muestra de poder.

Aquí los presos son los que tienen el mando y alimentan sus negocios delictivos extorsionando a los familiares de los detenidos. “Para autorizar una visita pagaban entre 10 y 20 dólares”, dice el oficial que dirige el recorrido por la cárcel de un grupo de medios de comunicación, entre los que se encuentra EL PAÍS. Todo pasaba por el control de los cabecillas: la comida, los útiles de aseo, las medicinas, la tienda de alimentos, las llamadas telefónicas, el internet de rápida velocidad que habían logrado instalar. ¿Cómo consiguieron los lujos y activar una infraestructura criminal en un centro custodiado por el Estado? ¿Quién lo autorizaba? “Fue alrededor del año 2016 cuando se perdió el control de las cárceles” a cargo del SNAI, la institución del Estado responsable del sistema penitenciario, cuenta. Pero no hay nombres, nadie que esté siendo investigado, aún después de cuatro masacres carcelarias que se protagonizaron en ese lugar en los últimos tres años, donde el crimen organizado mueve los hilos de la violencia en las calles desde las prisiones.

Durante la visita hay algo incómodo, una verdad no revelada. Y es esta: la noche anterior tres presos se fugaron de la parte de máxima seguridad. Un silencio espeso envuelve ese suceso del que nadie quiere hablar. No solo pandilleros ha albergado este presidio, sino también políticos como Jorge Glas y personajes controvertidos por casos de corrupción. El penal, de 14 hectáreas cuadradas, está a una hora y media de Quito. “La cárcel está controlada”, repite a cada momento el oficial.

No se permiten preguntas a los presos que están en el camino, ni siquiera al sentenciado a nueve años por tráfico de drogas que salía del centro de salud. Tiene 74 años, está acompañado de otros dos presos que lo llevaban del brazo, sosteniéndolo. Él camina lento, con dificultad. “Soy diabético, hipertenso…”. Su testimonio se interrumpe ante la orden militar de que no hable. La cárcel de Cotopaxi está bajo el control de la banda criminal los Lobos, que disputa el control del narcotráfico con Los Choneros. Para que todos tuviera claro quién manda, tatuaron la pared con el animal que es su símbolo en medio de la cárcel. Los militares, al entrar a aquí fuertemente armados, blanquearon con pintura el mural. Después, entraron en las celdas y le quitaron todo a los presos. Querían imponer un régimen de control y disciplina como el que ha impuesto Bukele en las cárceles de El Salvador. Por ahora, no se puede decir que hayan llegado a ese nivel de dominio.

“¡Tenemos hambre!”, “¡No tenemos cómo lavarnos!” “¡Queremos visitas!”, gritan los presos desde sus celdas cuando se dan cuenta de la presencia de extraños en el patio. Unas cabezas y brazos se asoman por las angostas ventanas con vidrios rotos para llamar la atención. Todos gritan. Ondean camisetas blancas. Los gritos salen desde los tres pabellones del área de mínima seguridad. Los militares advierten que no son angelitos, que están ahí porque cometieron crímenes.

Al interior de uno de los pabellones, solo unos presos vestidos de traje naranja están afuera de sus celdas, parados cerca de la pared. Sólo miran en silencio. “¡Tenemos hambre!, nos dan muy poca comida y nos quitaron el economato”, rompe la quietud un preso desde la celda 01.. El economato es la tienda interna de la cárcel donde los familiares depositan dinero para que tengan acceso a comprar chucherías, papas fritas, gaseosas, galletas, algo que llene el estómago. Las raciones de comida que les dan no son suficientes. Los familiares de los presos pueden llegar a pagar a los cabecillas de cada pabellón hasta 250 dólares mensuales para que pueda tener acceso a la tienda, artículos de aseo y limpieza, llamada telefónica y seguridad, según un estudio que realizó el Centro de Etnografía Interdisciplinaria, Kaleidos.

Un negocio rentable que puede mover hasta un millón de dólares mensuales por las 4.346 personas recluidas en la cárcel de Cotopaxi y que financia de sobra otros lujos para los líderes pandilleros, pero además, ese movimiento de personas externas al interior de la cárcel es el canal para ingresar armas, municiones y explosivos. Para todo lo que se ha encontrado en la cárcel se ha necesitado abrir las puertas sin pasar ningún filtro para que ingresen camiones con cemento, azulejo, camas, colchones, cartones con botellas de whisky, gaseosas, refrigeradoras, cocinas.

En el bloque de mediana seguridad las celdas del tercer piso que debían tener dos literas de cemento y un retrete de aluminio para albergar a cinco presos fueron remodeladas por ellos. “Dos celdas las convertían en una suite con una cama doble, una pequeña sala, un baño privado”, describe el oficial cómo encontraron las instalaciones el 14 de enero cuando realizaron el operativo de intervención. Les tomó 15 horas tener el control de toda la cárcel. Los militares tenían prohibido pasar del primer filtro, pero el decreto presidencial de conflicto armado interno y la conmoción social, que promulgó el presidente recién llegado, Daniel Noboa, permitió el ingreso de un contingente de más de 2.000 militares armados.

Los presos habían hecho trampas explosivas con tanques de gas para impedirles el paso y los recibieron con disparos desde las partes altas de los edificios. Una vez que los militares entraron, ubicaron a los presos boca abajo en el piso del patio, mientras otros se encargaban de sacar todo de las celdas. Absolutamente todo. En algunos casos destruyeron paredes y pisos para encontrar armas y municiones. “Sabemos que todavía hay armas escondidas en algunas partes, pero estamos investigando dónde, porque ahora mismo podemos estar parados sobre una caleta donde tienen escondidos estos objetos”. Y para eso tendrían que destruir toda la cárcel donde nada funciona. Los escáneres que están en la entrada suenan al paso de una persona, sin ningún sentido, no escanean el cuerpo, ni detectan objetos prohibidos que se intenten entrar. Las cámaras de seguridad están destruidas. El centro se custodia bajo la mirada de los militares que están en diferentes puntos y en las seis torres de control. Todo es manual, al tacto de ellos y de los policías que revisan las mochilas, carteras, la ropa, los zapatos, en los dos filtros de ingreso.

“Las Fuerzas Armadas no conocían del manejo de cárceles, pero hemos tratado de hacer lo mejor que podemos”, dice el militar a cargo. Por ahora la estrategia es no permitir el ingreso de visitas hasta encontrar el mecanismo de control de quién entra a la cárcel. Un mes después de la intervención han empezado a permitir que los familiares entreguen una lista de útiles de aseo y una esponja para que duerman. Los que se han enterado han empezado a dejarlos en la entrada de la cárcel, con los nombres de su familiar preso, el pabellón, el número de celda y a veces con mensajes: “te amo hijo. Dios te bendiga” y un corazón dibujado.

“Para nuestra seguridad y para tener el control del centro es necesario tenerlos así, dentro las celdas y con candado”, asegura el oficial. No tienen permitido los partidos de fútbol en el patio, ni las actividades laborales que hacían de carpintería o cerámica. El régimen que hay ahora funciona por horarios estrictos y actividades de estiramiento dirigidos por un militar. Los despiertan a las seis de la mañana, los obligan a mantener el aseo del lugar, que sacudan y den vuelta a la colchoneta. Entre los cinco presos en cada minúscula celda deben darse espacio para hacerlo. Limpiar el piso y el retrete. Solo a unos pocos les permiten salir y limpiar el patio interno por turnos cada día. Pueden salir a la hora de la comida. Se deben sentar en el patio y comer de las tarrinas de plástico. Dejan todo limpio y regresan a las celdas. A la nada.

La imagen es muy distinta a los videos que los presos publicaban en redes sociales donde alardeaban de las fiestas que hacían en las discotecas que construían. Música a todo volumen, alcohol, drogas, joyas que vestían, dinero. Caminaban por todos los pabellones a cualquier hora, vestidos con ropa de marca, jugando cartas o bebiendo. La misma vida de afuera, donde fueron sentenciados por delitos, seguía adentro. Pero con privilegios y protegidos por el Estado.

El recorrido se salta el pabellón de máxima seguridad. Un militar impide siquiera ver por la rendija de la puerta de metal azul cómo es adentro, cómo viven los 883 presos más peligrosos que se hospedan en esa sección. Ahí están los cabecillas de los Lobos, los que ordenaron atentados terroristas con carros bombas en las calles más transitadas de Quito.

Desde ahí se planificó el crimen del candidato presidencial Fernando Villavicencio, según las primeras investigaciones policiales. Fue ahí desde donde se llamó a los sicarios que dispararon cuatro veces contra el político. De ahí también se fugaron los tres presos sentenciados por asesinato la madrugada del 22 de febrero, mientras los militares custodiaban las celdas, con policías en los filtros de seguridad y guías penitenciarios en los pabellones. Nada evitó la evasión de los reclusos, que siguen teniendo el poder por sobre el Estado. Aunque el Gobierno lo intente, Cotopaxi todavía no está bajo su control.

EL PAÍS

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