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El eterno problema del Estado laico

Colombia

Juan Gabriel Vásquez

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Albert Camus nunca dedicó demasiada tinta al tema de la laicidad: le parecía, a él que nunca conoció otra cosa, que sus beneficios eran cosa sabida. Pero en 1945, durante uno de los gobiernos provisionales que surgieron del final de la guerra, el ministro de Educación presentó un proyecto de ley para suprimir las enormes subvenciones que el régimen colaboracionista de Vichy les había asignado a las escuelas católicas, sólo para retirarlo casi de inmediato bajo la presión de los demócratas cristianos. Camus, que por entonces escribía sus artículos de opinión en la revista Combat, intervino en el debate para hacer una hermosa defensa de la escuela laica, y no sólo por haberse educado en ella, sino por haber llegado a la conclusión, a lo largo de su vida, de que una república funciona mejor cuando el Estado sólo enseña «verdades que sean reconocidas por todos». Todo el artículo es lúcido y preciso, pero ahora me quiero fijar en sus primeras palabras: «Resulta muy molesto y un poco ridículo», dice Camus, «verse obligado, hoy en día, a pronunciarse sobre el problema de la laicidad».

Y da un poco de melancolía leer esto en la Colombia de hoy, donde nos vemos obligados a pronunciarnos sobre el tema todo el tiempo y en todos los tonos: porque lo que llama Camus el problema de la laicidad es uno de esos lugares de nuestra democracia donde hay más distancia entre la teoría y la triste práctica. La Constitución de 1886, que rigió nuestras vidas durante más de un siglo, había sido promulgada «en nombre de Dios, fuente de toda autoridad», declaraba que la religión católica era «la de la Nación» y era digna de la protección de los poderes públicos, y disponía que la educación pública debía organizarse «en concordancia con la religión católica». Por supuesto, uno puede pensar que esa Constitución reflejaba el país homogéneo de entonces, pero la verdad es que también reflejaba o contenía una mentalidad especial: la que creía que la religión católica era la única manera de vivir correctamente, y todo lo demás era pecado. «El liberalismo es pecado», decía la Iglesia por boca de sus curas. Medio siglo después, el obispo Miguel Ángel Builes dijo famosamente: «Matar liberales no es pecado».

Nos tomó demasiados años -y tuvimos que matarnos demasiadas veces por razones que eran también religiosas, aunque a veces se disfrazaran de políticas- para cambiar esa manera de entender el mundo. En este país todo nos llega tarde, como decía el poeta Julio Flórez, y a veces, digo yo, ni siquiera llega. Pero la Constitución de 1991 decidió arriesgarse a construir un país donde cupiéramos todos, o que no tomara partido abiertamente por unos ciudadanos en desmedro de otros, y en un par de artículos sobre libertad de cultos y la igualdad de las religiones ante la ley pareció sugerir que sí, que tal vez éramos una república laica. Pero lo hizo con timidez, o sin insistir demasiado en la palabra problemática, y hubo que esperar a una sentencia de la Corte Constitucional para que nos lo creyéramos del todo. (En este asunto como en otros, la Corte Constitucional es la institución responsable de que no nos hayamos quedado atrapados con cepos en el siglo XIX. Pero eso es tema de otra columna.)

Desde entonces, la laicidad ha sido objeto de malentendidos, ataques, calumnias y aun prevaricatos, y yo me atrevo a decir que una parte apreciable de los ciudadanos, congresistas incluidos, no tiene todavía una idea realmente clara de lo que significa. Todavía hay quienes creen, por ignorancia o por ceguera voluntaria, que la laicidad es enemiga de la religión, o que un Estado laico es lo mismo que un Estado ateo. Y los defensores de la laicidad nos vemos obligados a recordar que no es así: un Estado laico es simplemente aquel que no asume ninguna religión, y, al no hacerlo, abre un espacio de libertad donde se puedan practicar todas. Un Estado laico no es ateo: es neutral y, justamente porque es neutral, es la garantía máxima de que todos los ciudadanos pueden practicar la religión que quieran, reunirse en las iglesias que quieran y creer en el dios que quieran. O, también, no creer en ninguno: ser agnósticos o ateos o pacíficamente descreídos. Yo soy ateo, pero sería el primero en denunciar a un régimen político que prohíba la religión o que persiga a quienes la practican, como el estalinismo de otros tiempos o la Nicaragua de éstos.

El asunto ha surgido de nuevo en nuestras conversaciones de estos días, después de la destitución como comandante de la Policía del general Henry Sanabria, un fanático religioso, homófobo y reaccionario, que en ocho meses convirtió la institución que comandaba en un vehículo para sus creencias: que el Halloween era una estrategia del diablo para conducir a los niños al ocultismo, que el papel de la mujer es ser discreta y modesta, que el condón es un método abortivo y los homosexuales tienen la culpa del VIH. Petro lo había nombrado en agosto pasado, a pesar de que había indicios suficientes de sus tendencias fundamentalistas, y se demoró en destituirlo después de sus declaraciones delirantes. Llegó incluso a defenderlo: «Las creencias religiosas de él o de cualquier persona», dijo, «deben ser respetadas. En nuestro país hay libertad de cultos, y nosotros hemos dicho que jamás perseguiríamos a nadie por sus creencias».

Todo eso es cierto, por supuesto; también es improcedente en este caso. Pues aquí no se trataba de las convicciones o creencias de un ciudadano, ni de su derecho a tenerlas o a practicarlas (aunque a los demás nos parezca que discriminan, hacen daño y conducen a la intolerancia), sino de la transformación de una institución pública en una institución confesional. Y así es: esa institución había empezado a funcionar según la religión de quien la encabezaba. Lo mismo ocurrió durante la procuraduría de Alejandro Ordóñez, que usó el poder de su oficina para perseguir todo lo que le parecía contrario a su religión: el derecho de las mujeres a abortar en ciertos casos, por ejemplo, o el matrimonio homosexual. En otras palabras, los ciudadanos tienen la libertad de ejercer sus creencias religiosas, que están protegidas por la Constitución de nuestro país laico, pero las instituciones no pueden ni deben asumir las creencias religiosas de nadie.

La mejor forma de proteger la libertad de todos los cultos es que el Estado, cuyas instituciones marcan la vida de la gente, no tenga ninguno. Esto, que a algunos nos parece evidente, no lo es para todo el mundo, y por eso hay que volver a pronunciarse sobre el tema cada cierto tiempo. Aunque nos parezca molesto. Pero nunca será ridículo.

Juan Gabriel Vásquez es escritor

EL PAÍS

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