Meter la violencia sexual debajo de la alfombra
MujeresLo que ocurrió y sigue ocurriendo en Haití, Colombia o México, debería despertar una conciencia colectiva sobre el uso del cuerpo de mujeres y niñas como arma de guerra
Estigmatización, impunidad, desplazamiento forzado, discursos de odio, tráfico de mujeres y niñas, ruptura del tejido social. Dolor.
Eso es lo que sigue generando la violencia sexual en el mundo, en medio de los conflictos armados. En África, Europa oriental o América Latina. El mismo crimen invisible, la misma tragedia colectiva que ni los Estados ni las sociedades han querido apropiarse para frenarla, considerando que anualmente deja miles de víctimas.
El informe de la Representante Especial para la Prevención de Violencia Sexual de las Naciones Unidas, Pramila Patten, enciende por tercer año consecutivo las alarmas sobre esta barbarie que sigue alimentándose de la guerra.
Si bien es cierto que hay países que merecen una especial atención como Afganistán, Malí, Sudán, Myanmar y Ucrania, hay lugares que son una bomba de tiempo porque la violación está disfrazada y casi que metida debajo de la alfombra.
En América, un continente que siempre se ha sentido lejano de los horrores bélicos de medio oriente o el norte y centro de África, lo que ocurrió y sigue ocurriendo en Haití, Colombia o México, debería despertar una conciencia colectiva sobre el uso del cuerpo de mujeres y niñas como arma de guerra.
El informe de la ONU hace énfasis especial en cómo se desestabiliza a comunidades enteras a través de la humillación y el estigma que generan la violencia sexual. Y, peor aún, cómo la impunidad perpetúa estas acciones ilícitas.
A estos ingredientes nefastos se suma algo creado para conectar a la humanidad y cerrar las brechas de desigualdad: el universo digital. Lo que podría darle herramientas de oportunidad a millones de mujeres y niñas, de comunidades y regiones apartadas, se convirtió en un contrapeso que las desfavorece. Cada vez es más amplia la desproporción de quienes logran acceder a herramientas digitales que permitan un acceso a información segura, redes de apoyo para la salud, protocolos de atención en situación de riesgo y educación básica o de nivel intermedio que mejore la calidad de vida.
Efectivamente, no estamos lejos de eso. En Latinoamérica, las herramientas digitales son las más apetecidas por las organizaciones de tráfico de personas para comerciar con niñas y adolescentes. Quienes logran acceder a estas, corren el riesgo de caer en esa violencia digital que a su vez alimenta la violencia sexual.
Al mismo tiempo, los gobiernos de la región siguen sin poner en primer lugar prioridades de conectividad para grupos étnicos, mujeres rurales y campesinas y jóvenes de barrios periféricos en ciudades de tercer nivel.
Desde toda la región pacífica, en América del Sur, hasta el Caribe en Centroamérica, los diferentes conflictos marcados por el narcotráfico y los intereses políticos de cada país, han dejado en el último renglón de prioridades el atender la violencia sexual derivada de estas confrontaciones.
Ni siquiera se quiere admitir que existe.
Nadie habla de las violaciones registradas en el largo recorrido que hacen migrantes de todos los orígenes y nacionalidades, en el Tapón del Darién, frontera entre Colombia y Panamá. Miles, diariamente, intentan atravesar todo un continente para lograr llegar a Estados Unidos.
Nadie habla de las violaciones, a todo nivel, cubiertas por el velo de las dictaduras de Venezuela y Nicaragua. Muchas de ellas, como lo han logrado documentar los colectivos de apoyo a las víctimas, son cometidas por fuerzas de seguridad estatales.
Nadie habla de las mujeres y niñas sobrevivientes y las que no lograron sobrevivir, marcadas, como ganado, por los criminales de los carteles mexicanos de la droga. Su poder y su maldad, traspasaron el país azteca y se extendieron por El Salvador, Guatemala y Colombia. Permearon hasta la seguridad de Paraguay y Argentina.
Y Haití. Ni siquiera registra en las noticias de la región. Los crímenes contra niñas y adolescentes, perpetrados por las mafias locales son la mejor arma de persuasión para controlar el país. Allí se cuentan, también, las mujeres que hacen parte de los cuerpos de organismos internacionales de derechos humanos quienes están advertidas de lo que les pasará si cruzan el límite.
El infierno de la violencia sexual no está tan lejano. No lo está cuando las mujeres, que no cuentan con más de 20 años, son vendidas en Cartagena o Medellín (Colombia) por las redes de narcotráfico, al mejor postor, para que terminen en burdeles de Alicante, Mallorca, Canarias o Tenerife, España, explotadas y muertas en vida. O en los prostíbulos de élite en Grecia y Rusia, a donde también llegan las adolescentes raptadas de Ucrania o Sudán.
Parece una pesadilla de la que es imposible despertar. Eso hacen las guerras más allá de las armas, de los fusiles de última generación y de los misiles. Como lo reseña el informe de la Representante Pramila Patten, “la violación es la recompensa para los hombres armados”.
Pero decir que todo está perdido sería una falacia. Actuar es una oportunidad y no es necesario tener poder político o económico para hacerlo. El periodismo mismo es el mejor canal para disuadir. Recordar hoy, a través de estas líneas, que mientras usted lee este texto hay una mujer o una niña que está siendo traficada o violentada sexualmente, debe ser un motivo suficiente para levantar la voz. Callarse es alentar a los que usan los cuerpos como armas. Levantar la voz es recordarles a las víctimas que no están solas.
EL PAÍS