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Regresión democrática y momento destituyente en América Latina

América Latina

Varios estudios reflejan el nuevo clima destituyente y la erosión de la democracia a escala global, y América Latina no es ajena a estos fenómenos. Los presidentes de El Salvador y Argentina son solo dos versiones extremas.

Mario Ríos Fernández

Vivimos tiempos convulsos y de constante cambio. Las viejas certezas, por inconvenientes que fueran, parecen marchitarse a una velocidad récord y todo aquello que era sólido empieza a mostrar signos de licuarse dejando a las sociedades en la intemperie. El orden internacional liberal, el sistema económico, el funcionamiento del propio derecho internacional, los avances tecnológicos, el comportamiento político y social o la salud democrática están registrando una serie de cambios y variaciones que alteran las coordenadas existentes. Todas las certezas que nos explicaban cómo funcionaba nuestro mundo se desvanecen.

Nos encontramos, por lo tanto, inmersos en un momento de cambio en el que los viejos paradigmas económicos, políticos, sociales y geopolíticos parecen colapsar y en el que se produce una coexistencia entre aquellas ideas, actores y tendencias pujantes y aquellas declinantes que acabarán pugnando por la hegemonía en un futuro muy cercano. Así, esta batalla está provocando una profunda desorientación económica, social y política generalizada que afecta a todo lo que conocemos. Estos cambios están alcanzando de lleno a los sistemas democráticos, situados en el centro de la crisis orgánica que está sufriendo el sistema económico y político, y están empezando a sufrir un proceso de deterioro -bajo la forma de una regresión democrática- que lamina gran parte de su funcionamiento y de su contenido político.

Causas de la regresión democrática en América Latina

En su informe de 2023, el Instituto V-Dem, un think tank especializado en el análisis de los sistemas democráticos, ofrece una fotografía preocupante de la evolución de la democracia a escala global. Uno de los hallazgos más importantes de este informe, que conforma una de sus conclusiones más sombrías, es que el nivel promedio de democracia que experimenta un ciudadano global ha retrocedido a niveles similares a los de 1986. De 2003 a 2023, hemos pasado de 35 países en proceso de democratización a tan solo 18, mientras que los países que han virado hacia regímenes autoritarios han pasado de 11 a 42. Se han invertido de manera clara las tendencias y actualmente estamos peor que hace 40 años, ya que existe un número menor de sistemas democráticos que en aquellas fechas: según el índice de democracia liberal de este think tank, que incluye una escala del 0 al 10 en variables como la calidad de las elecciones, los derechos individuales, la independencia institucional, las libertades de expresión o de asociación, el respeto de las libertades civiles por parte de los poderes públicos o la existencia de medios de comunicación plurales, la calidad de la democracia ha empeorado hasta volver a niveles de 1986. El deterioro es generalizado en buena parte del planeta pero es especialmente acusado en las variables relacionadas con la libertad de expresión, la censura o la represión a las organizaciones de la sociedad civil y la oposición que son tres de las principales causas según el informe. El informe, además, destaca también que siete de cada 10 individuos a escala mundial viven ahora en regímenes autocráticos, un incremento claro y sostenido en comparación con anteriores estudios, cuando en 2003 era el 50% de la población.

América Latina no escapa a las tendencias globales que marca el informe de V-Dem y también experimenta un retroceso democrático, aunque de características diferentes al que vivió la región entre finales de la Segunda Guerra Mundial y comienzos de la década de 1980. Durante ese período, y mediante una serie de golpes de Estado de carácter militar auspiciados por las oligarquías nacionales, los regímenes autoritarios acabaron con los sistemas democráticos que en aquellos momentos basculaban hacia opciones políticas más redistributivas o que pretendían mejorar las condiciones de vida de las mayorías sociales. Ese ciclo acabó cuando, en la década de 1980 comenzó la ola democratizadora y los diversos países de América Latina emprendieron sus procesos de transición a la democracia. Sin embargo, en los últimos años, América Latina ha comenzado a experimentar un «momento destituyente». Un contexto que da lugar a una coyuntura fuertemente marcada por la inestabilidad, la fragmentación, la agitación social y la polarización política teniendo como resultado un impulso a la regresión democrática en toda la región.

Uno de los documentos que mejor ha estudiado el deterioro democrático en América Latina es el informe anual de la consultora Latinobarómetro. De hecho, su estudio de 2023 se centra en el análisis de las causas de la fatiga democrática y del modo en el que esta se expresa en la opinión pública latinoamericana. Según el informe, algunas de las principales causas del deterioro democrático en América Latina son la debilidad institucional de los partidos políticos, el excesivo poder presidencial y la capacidad que tienen los liderazgos fuertes de alterar el juego político. El personalismo de ciertas figuras debilita claramente los equilibrios de poder institucionales de los sistemas políticos de la región.

El mismo informe también destaca una serie de causas ligadas a la corrupción, que erosiona la confianza de la ciudadanía en el sistema, fomentando así el descrédito institucional y la apatía política y electoral. A mayores nivel de corrupción, menores son los niveles de participación política.

Por último, el informe también señala como elemento de deterioro democrática el aumento de la polarización en las sociedades latinoamericanas. Se trata de una polarización ideológica cada vez más profunda sobre los modelos de sociedad en disputa que acaba contaminando el debate político y tornando las legítimas diferencias ideológicas y programáticas entre grupos en una polarización afectiva que conduce al odio, la animadversión e incluso la violencia contra el oponente político. Brasil, Colombia o Venezuela son ejemplos claros de esta deriva polarizadora que se extiende por todo el continente.

Todos estos fenómenos se producen en una región cada vez más desigual en el plano socioeconómico. Esa desigualdad se ha revelado como el fundamento de la inestabilidad y de la fragmentación política y social. Como señala Diego Sánchez Ancochea en su libro El coste de la desigualdad: lecciones y advertencias de América Latina para el mundo (Ariel, 2022), la desigualdad es un elemento corrosivo de las relaciones sociales y comunitarias que provoca la desconfianza entre grupos y en relación con las instituciones, generando unas dinámicas políticas de polarización y confrontación que hacen tambalearse los cimientos de los sistemas democráticos. El aumento de la desigualdad radicaliza a parte de la población generando una competencia política por los recursos y el poder cada vez más extrema, al punto que acaba dinamitando los consensos sociales y políticos existentes. Este proceso es el que señala el autor al ligar el crecimiento de la desigualdad en América Latina con de deterioro democrático que está viviendo América Latina.

Entre la antipolítica, la indiferencia y el autoritarismo.

Este «momento destituyente» que afecta directamente a los sistemas democráticos latinoamericanos se ve con nitidez cuando se analiza la opinión pública de los diferentes países de la región. Si tenemos en cuenta los datos que nos ofrece la encuesta que realizó Latinobarómetro en 2023, vemos que la región experimenta una preocupante tendencia hacia la regresión democrática.

Lo primero que vemos al analizar los datos del informe general es que, en general, el apoyo a la democracia como sistema político cae de manera clara. Solo 48% de los latinoamericanos apoya la democracia, marcando un descenso significativo de más de 15 puntos desde 2010, cuando el apoyo era de 63% en toda la región.

Paralelamente, aunque la preferencia por un modelo autoritario no ha crecido exponencialmente, sí ha aumentado con claridad la opción de que cualquier sistema político resulta indiferente. Así como el autoritarismo en 2010 se situaba en 14% y actualmente en 17% -y lleva desde 2017 subiendo-, la opción «nos da lo mismo» ha pasado de 16% a 28%. Podemos afirmar entonces que el declive del apoyo a la democracia iniciado a partir de 2010 ha sido sistemático mostrando unas causas estructurales que no han sido remediadas y que profundizan en la pérdida de apoyo a la democracia, no con un giro nítido hacia el autoritarismo, pero sí con un aumento preocupante de la indiferencia hacia el sistema político.

Pero las tendencias no se verifican del mismo modo en toda la región. 70% de encuestados en Uruguay manifiesta su apoyo al sistema democrático, mientras que en Honduras lo hace solo 32% y en Guatemala 29%. En países como Chile, Argentina o Venezuela, el apoyo sigue siendo mayoritario (alrededor de 55%) pero en casi todos ellos se ha producido un descenso respecto a 2020. De hecho, si observamos el reverso a esta pregunta vemos como el apoyo a un gobierno autoritario ha subido en México (33% en 2023 frente a 22% en 2020), Paraguay (27% frente a 24%), Guatemala (23% frente a 14%), Ecuador (19% frente a 10%) o Argentina (18% frente a 13%) por poner algunos ejemplos.

Esta tendencia descendente en el apoyo a los sistemas democráticos parece ir de la mano con otra dinámica fundamental que señalan los datos demoscópicos del informe: la insatisfacción política. El sentimiento de insatisfacción, desafección o apatía respecto al sistema democrático es generalizado: el 69% de los latinoamericanos encuestados aseguran sentirse insatisfechos con el funcionamiento de su sistema político. Estamos hablando de que menos de 30% de los ciudadanos están satisfechos con el funcionamiento de la democracia. Pese a que existen diferencias de grado según el país, se percibe claramente una insatisfacción en ascenso que, pese a haberse frenado ligeramente desde 2020, lleva desde 2010 creciendo exponencialmente.

Por último, es necesario señalar también que el apoyo a los partidos políticos está bajo mínimos, en tanto solo 21% de los ciudadanos creen que funcionan bien, frente a 77% que opina lo contrario.Al mismo tiempo, cada vez más gente cree que la democracia puede existir sin partidos políticos (48%).

Estas tendencias de descontento político y de indiferencia democrática facilitan el giro hacia el autoritarismo y el populismo conservador en la región. Siguiendo nuestro análisis de la opinión pública latinoamericana vemos que, cuando los ciudadanos son interrogados respecto de si estarían de acuerdo con un gobierno no democrático que resolviese los problemas existentes, la tendencia es ascendente y ha pasado de 44% en 2002 a 54% en 2023. En Honduras, el porcentaje de respuestas afirmativas a esta afirmación es de 70%, mientras que en Paraguay es de 68%, en Guatemala de 66%, en República Dominicana y El Salvador de 63% . En los países del Cono Sur el apoyo a esta opción es menor y se sitúa en torno a 40%.

Sin embargo, esta no es la única variable que certifica el giro autoritario. Existen varias más. 36% de los latinoamericanos encuestados defiende que el presidente controle los medios de comunicación en caso de dificultades y 35% apoyaría un gobierno militar en su país. Ambas tendencias han mostrado un ascenso en la última década.

Estos hallazgos, que aquí hemos reflejado brevemente, muestran una profunda crisis de confianza ciudadana en las instituciones democráticas en América Latina, subrayando la necesidad urgente de reformas que fortalezcan la gobernabilidad y restauren la fe en la democracia en la región. Lo que aquí describimos, por tanto, no se refiere mayoritariamente a la ola autoritaria que experimentó la región a mediados del siglo XX, sino más bien al declive y vulnerabilidad democrática al que han llegado los países de la región después de una década de deterioro continuo y sistemático de la democracia.

La regresión se materializa en el bajo apoyo a la democracia, en el aumento de la indiferencia al tipo de régimen político –lo que lleva a la apuesta por proyectos políticos de dudoso recorrido democrático—, en el desplome del desempeño de los gobiernos y la búsqueda de liderazgos unipersonales y excepcionales, y en la creciente imagen negativa de los partidos políticos. Unos factores que abren la puerta a las actitudes a favor del autoritarismo de algunos sectores de la población latinoamericana tal y como veremos a continuación.

Milei y Bukele, dos ejemplos de la regresión democrática en un momento destituyente.

Los dos casos que se han expresado como los símbolos del deterioro democrático en la región son, sin lugar a dudas, el de El Salvador de Nayib Bukele y el de Argentina de Javier Milei. Ambos líderes expresan perspectivas políticas reaccionarias que constituyen un peligro para los sistemas e instituciones democráticas.

Javier Milei que se define a sí mismo como un paleolibertario o anarcocapitalista, reúne todas las características de un outsider dispuesto a encarnar la indignación y la ira social en una sociedad en shock. Milei irrumpió en la política argentina con una candidatura presidencial desafiante para arrasar a los partidos políticos tradicionales, ya fuera a derecha y a izquierda, y retar al establishment político. Las excentricidades del candidato, su inexperiencia, sus incoherencias programáticas e ideológicas o el cuestionamiento de algunos consensos básicos en la sociedad argentina no le restaron un ápice de atractivo electoral para ganar de manera holgada la segunda vuelta con una coalición electoral que iba más allá del espectro conservador y que abarcaba clases subalternas y personas descreídas con el sistema democrático. Lo cierto es que, según diversos datos de las encuestas de opinión pública, antes de la elección presidencial que llevó a Milei al gobierno, ya existía un caldo de cultivo para que en un país como Argentina, inmerso en un shock social, económico y político, pudiera apostar por un candidato con las pretensiones de romper el sistema (y el Estado).

El informe de Latinobarómetro muestra que, excepto en 2023, Argentina ya registraba una merma constante del apoyo al sistema democrático. Esa caída en la confianza en las instituciones y en el régimen político, ha servido de plafón, junto con la apatía ciudadana, para el crecimiento de opciones autoritarias.

A este descenso del apoyo al sistema democrático se le suma que ocho de cada diez argentinos consideran que el país está gobernado por una serie de grupos poderosos que utilizan el sistema en beneficio propio. Estos números son similares a los de comienzos de la década de 2000, cuando se produjo la confiscación de los ahorros de los ciudadanos y el posterior estallido social al grito de «Que se vayan todos». Ahora, solo 12% de la ciudadanía argentina cree que el país cuenta con administraciones preocupadas por el bien común y seis de cada diez manifiestan una insatisfacción con el funcionamiento de la democracia. Al mismo tiempo, la consideración por parte de los argentinos de que los esfuerzos para combatir la corrupción son escasos o nulos ha sido creciente. Desde el año 2010, la política pasó a ser el blanco predilecto de la ciudadanía, situándose solo debajo de los problemas de índole económica. En definitiva, tal como muestran los números del estudio de opinión de Latinobarómetro, los argentinos están hartos de los partidos políticos. 50,6% se mostraba en desacuerdo y 25,5% muy en desacuerdo con la afirmación de que estos funcionan bien.

En definitiva, el desinterés, la «antipolítica», el cansancio con el sistema, la indiferencia y la insatisfacción creciente parecen haber actuado como el cóctel de una serie de tendencias sociales que impulsaron a un candidato excéntrico y outsider que ha conseguido mantener unos niveles notables de apoyo, pese al giro antisocial y autoritario que está llevando a cabo en sus primeros meses de gobierno.

Vayamos ahora al otro caso de estudio: Nayib Bukele. Bukele, un político millenial que se erigió como antisistema pese a provenir de un partido tradicional y de haber iniciado una carrera electoral exitosa con él, se define como un candidato outsider, ni de izquierda ni de derecha, que quiere darle voz al ciudadano medio contra la casta política. Un producto más de la ola populista iniciada en 2010 y un fenómeno que serviría de ejemplo para otras opciones políticas a partir de ese momento. Bukele es el primer presidente electo que no pertenece a ninguno de los grandes partidos desde el final de la guerra civil salvadoreña y lo hizo con una mayoría del 53% en 2019. De hecho, la estética y la comunicación política de Bukele remite más a la de un influencer de red sociales que a la de un político profesional, pese a que lleva más de una década haciendo política. Con su partido Nuevas Ideas, Bukele centró sus propuestas en la sustitución de la casta política salvadoreña, en la transformación económica del país y, sobre todo, en la seguridad. La política de seguridad de Bukele, centrada en la represión sistemática y sin garantías de las pandillas (las maras salvadoreñas), ha sido denunciada por diversas ONG como contraria a los derechos civiles y judiciales más básicos y una amenaza al funcionamiento democrático del país.

Si analizamos las tendencias sobre crisis democrática que hemos visto anteriormente, podemos afirmar es que El Salvador de Bukele se encuentra actualmente en las anticipadas de la Argentina de Milei pero venía de una situación similar. El escenario previo al triunfo de Bukele en El Salvador era similar al de la Argentina previa a Milei, pero la llegada del nuevo mandatario provocó modificaciones en las percepciones de la sociedad salvadoreña respecto de la democracia y el funcionamiento del sistema político. Desde que Bukele se hizo con las riendas del país, el apoyo a la democracia como sistema ha aumentado, pasando de un 27,7% a un 45% entre los años 2020 y 2023.

Más importante es el salto brutal que ha experimentado la satisfacción con la democracia como sistema en El Salvador: ha pasado de poco más de un 3% en 2016, que fue el nivel más bajo de la serie histórica desde 1996, a más del 60% en 2023. Hablamos de una subida de casi 50 puntos en solo 7 años. Tanto es así que ha descendido el número de salvadoreños y salvadoreñas que apoyarían un régimen militar en casos extremos y también la cifra de personas en desacuerdo con que los regímenes no democráticos son legítimos si resuelven los problemas.

Esta tendencia espectacular va de la mano del aumento del interés por la política en El Salvador. Desde la llegada de Bukele a la presidencia, en El Salvador se ha pasado de 25,2% de interés en la política a casi 47%.

Sin embargo, este no es el cambio de tendencia más impresionante y el que nos explica el efecto Bukele: este fenómeno no se entiende sin la problemática de la seguridad. Bukele prometió que haría de El Salvador un país seguro y que acabaría con la criminalidad. Más allá del éxito o no de su propuesta, o del método utilizado para lograrlo, lo que queda claro es el cambio en la opinión pública: la seguridad/delincuencia como problema ha pasado de 40,3% hace 6 años a 1,7%. Por otra parte, la preocupación por ser víctima de un delito con violencia ha bajado en picada: en 2018,45,7% creía que casi todo el tiempo podía ser víctima de un delito de ese tipo, mientras que en el 2023 se ha invertido y ahora 41,5% cree que eso no le sucederá nunca. Los salvadoreños y salvadoreñas se sienten más seguros con Bukele y de ahí deriva su apoyo al sistema político.

En definitiva, los datos nos muestran que Bukele ha tomado las riendas de un país con unos indicadores similares a los de la Argentina previa al triunfo de Javier Milei, y ha relegitimado el sistema político a través de su persona, de su acción política y de sus estrategias comunicativas en relación a la seguridad. La democracia securitarista y punitiva parece ser la clave del éxito de Bukele.

Un nuevo contrato social para rescatar la democracia

La democracia se debilita en todas partes. La erosión que están sufriendo las instituciones democráticas a lo largo y ancho del planeta nos avisa de que el camino hacia la autocratización de nuestros sistemas continúa y afecta a multitud de países tanto en América Latina como en el resto de los países democráticos. Las razones son múltiples y las manifestaciones de esta crisis democrática son diversas, pero tras ellas subyace una cuestión fundamental: la ruptura de la promesa del progreso continuo. El aumento de la desigualdad, el crecimiento de la pobreza y la exclusión, las expectativas frustradas y las posibilidades de cambio fallidas generan inestabilidad, incertidumbre y miedo a un futuro cada vez más indescifrable. Todos estos hechos muestran que el precario pacto social, político y económico que vinculaba democracia a mejora de las condiciones de vida se ha roto.

Allí donde crece la antipolítica, la apatía, la indiferencia y la insatisfacción con el funcionamiento de la democracia es donde con más fuerza aparecen fenómenos como Bukele o Milei. Estos liderazgos y estas opciones aparecen en momentos en que la confianza hacia el sistema se ha roto, en que amplias capas de la población han dejado de creer en las instituciones que los gobiernan. Es entonces cuando estos liderazgos, siempre ubicados en la derecha radical, lanzan su ofensiva para romper los consensos políticos que mantenían la estabilidad de los sistemas políticos en los que se mueven.

La antigua promesa de mejora y de progreso continuo que acompañaba a los sistemas democráticos parece haber quedado sepultada por las contradicciones del sistema económico. Desde la crisis global de 2008-2012, los sistemas democráticos generan cada vez más indiferencia e insatisfacción y empiezan a ser menospreciados ante alternativas autoritarias que parecen ser más resolutivas ante los retos sociales y políticos que tenemos por delante. Los datos que hemos visto certifican estas tendencias nos ayudan a entender fenómenos como Milei, Bukele o Bolsonaro, y además nos señalan cuáles son los grupos sociales son los más críticos con los sistemas democráticos.

Ante estas tendencias de fondo que toman distintas formas a nivel local, regional y global, recuperar las bases sociales y económicas de la democracia se ha vuelto un imperativo. Y esto requiere el desarrollo de una apuesta redistributiva y predistributiva que permita a las grandes mayorías sociales desarrollar una vida plena y satisfactoria.

Sin embargo, incluso los liderazgos autoritarios pueden suscitar apoyos y tener una amplia legitimación social si tienen la capacidad de interpelar los anhelos y deseos de la población. En ningún lugar está escrito que unas formas autoritarias no puedan gozar de apoyo popular si cumplen, aunque sea de forma aparente, lo que prometen a la ciudadanía. El caso de Bukele es el mejor ejemplo: sin una democracia que funcione para la mayoría, la legitimación del sistema vendrá por unos resultados que no tendrán la igualdad en el centro, sino la represión social.

Solo desde esta certeza, la de que la política democrática debe ser útil a las mayorías, las fuerzas políticas y sociales que defienden los sistemas democráticos podrán ofrecer nuevos horizontes políticos de cambio y de esperanza para amplias mayorías sociales la democracia resistirá como sistema político. La democracia está en juego.

NUEVA SOCIEDAD

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