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Ortega y Murillo ya tienen su legión de 76.800 paramilitares en Nicaragua

Nicaragua

La pareja presidencial oficializa un ejército conformado en su mayoría por empleados públicos exhibidos con pasamontañas. “Sentí vergüenza. Fui obligado”, asegura uno de ellos

Lorenzo cerró los ojos cuando la copresidenta de Nicaragua, Rosario Murillo, se puso de pie en la tarima central de la Plaza la Fe, en Managua, a la vera del Lago Xolotlán, y lo juramentó —junto a 29.999 personas más— como “héroe de la paz” y “policía voluntario”. Estos son los eufemismos que usa el régimen sandinista para llamar a sus paramilitares, una de las fuerzas represivas más letales al servicio de la pareja presidencial (formada por Daniel Ortega y Rosario Murillo) y principales perpetradores en 2018 de más de 350 asesinatos de manifestantes, según la ONU. La diferencia es que, desde enero de 2025, a este grupo paraestatal se le ha dotado de legalidad gracias a la reforma constitucional que consolidó un Gobierno de carácter totalitario, pertrechado de fuerzas oficiales y cuerpos armados acusados de cometer crímenes de lesa humanidad.

“Sentí vergüenza. Fui obligado a ir a esa plaza, a usar ese pasamontañas, y sentí mucha pena moral, porque yo no quiero ser paramilitar ni que me asocien como tal, porque son gente que han hecho mucho daño”, relata Lorenzo a EL PAÍS. Este funcionario solo accede a contar su experiencia bajo la condición de preservar su anonimato. Hablar con nombre y apellidos puede costarle desde el despido hasta la cárcel o el exilio. No obstante, se atreve a desahogarse porque está muy indignado por haber sido obligado a asistir a la masiva juramentación de paramilitares. El acto público, transmitido en la cadena nacional el 26 de febrero, culminó la oficialización de 76.800 “policías voluntarios” encapuchados a los que, entre enero y febrero, se les tomó juramento en ceremonias idénticas. Ninguno, sin embargo, tuvo el tamaño de este último, en el que una legión de 30.000 personas prometió ante sus “jefes supremos”, los copresidentes Ortega y Murillo.

Lorenzo es secretario de una institución pública. Un funcionario medio. Jamás ha participado en actividades represivas, asegura, pero el 25 de febrero recibió una llamada a la que un empleado público no puede negarse en Nicaragua. Se trataba de “una orden de arriba”. Tenía que estar listo a las cinco de la madrugada del día siguiente, vestido con pantalón negro, zapatos negros y camiseta blanca. El hombre supo que lo llevaban a jurar como paramilitar, a pesar de que esta fuerza estaba conformada en 2018 por exmilitares sandinistas en retiro y defensores del proyecto dinástico de los Ortega-Murillo. Es decir, no solía incluir a empleados públicos.

Pero eso empezó a variar desde antes de la reforma constitucional, a mediados de 2024, cuando funcionarios estatales fueron obligados a asistir a campamentos militares para prepararse ante “cualquier intentona golpista”. Estos trabajadores “entrenados” son quienes habían protagonizado las juras de paramilitares en distintas ciudades del país, pero para esta última masiva no dieron abasto. Por eso dice Lorenzo que convocaron a empleados como él, de nivel medio en el escalafón institucional del Estado “revolucionario”.

Tinte clasista

“Parece que no ajustaban las 30.000 personas con las que habían sido llevados a los campamentos, por eso llamaron a gente como nosotros, que nunca había sido convocada. Mira, de esos 30.000 en la plaza te puedo asegurar que más de la mitad no quiso estar allí. Había hasta ancianos con bastones. Fue muy triste. Otros lloraban y se desmayaban por el golpe de calor”, agrega el funcionario. Su descripción es la otra cara de la moneda de la propaganda oficial. Y remarca el tinte clasista de la convocatoria sandinista, ya que funcionarios de nivel alto no fueron llamados a jurar como paramilitares.

La jornada fue larga ese día. El trabajador salió de madrugada de su casa y se dirigió al punto que le indicaron, se subió a un bus que formaba parte de una caravana que durante horas recorrió varios municipios. Lo llevaron finalmente al Polideportivo Alexis Arguello, cercano a la Plaza la Fe, donde le dieron la capucha para ocultar su identidad.

En torno a las 15.00, con el sol de Managua que abrasaba la plaza, los obligaron a formar y a practicar la coreografía para la transmisión en vivo. “¡Firmes!”, les gritaban. “¡Descansen!”. Ensayaron una docena de veces. Los más aventajados eran quienes habían asistido previamente a campamentos militares. Lorenzo fue torpe con los ejercicios. Le costaba cuadrarse, ponerse firme; y, cuando vio los desmayos y escuchó los llantos que se sumaban al hambre, el calor y el cansancio, se desesperó. Se sintió atrapado en la plaza pública.

Asegura que le habría gustado fugarse, pero lo detuvo el miedo a quedarse sin trabajo. Cuando, varias horas después, al caer la tarde, escuchó las patrullas policiales llegar a la plaza escoltando unos vehículos Mercedes Benz blindados, supo que estaba a punto de comenzar el acto. Cuenta que cerró los ojos, deseando que nadie lo reconociera, y simuló responder “sí” a la copresidenta Murillo. El Gobierno los hizo jurar así: “Tomamos juramento de la heroica policía voluntaria, guerrilleros de la paz, defensores de la paz”.

“Sentí vergüenza, pena moral. Fui obligado. Me sentía mal porque no quería estar allí”, repite Lorenzo. Obligados y no obligados, la pareja presidencial cuenta ahora con 76.800 “policías voluntarios”, un número que sobrepasa con creces a los 28.400 oficiales activos de la institución policial.

“Es un reparto claro del poder”, explica un experto en seguridad consultado por EL PAÍS. “Ortega juramentó en esas mismas semanas al jefe del ejército y al jefe de la policía formal, y Murillo a estas fuerzas paraestatales. Allí radica el simbolismo: demostrar que ella se deja para sí el control de estas fuerzas paraestatales. Y eso no es nada más que un acto masivo que pretende atemorizar a toda la población… El significado subyace y es fuerte: Murillo está diciendo que esa es su mitad en la copresidencia que se inventaron en la Constitución. Ese es el lado del Gobierno que es suyo”. A fin de cuentas, un reparto matrimonial del poder que radica en el uso de la violencia.

EL PAÍS

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