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Maduro 3.0: el fin de la legitimidad electoral

Venezuela

El presidente venezolano se prepara para asumir su tercer mandato el 10 de enero. Sin haber presentado las actas desglosadas de la elección de julio de 2024, el oficialismo se atribuyó la victoria con 52%, lo que fue desafiado por la oposición. En un contexto crecientemente represivo, el gobierno tiene una ruta trazada, mientras que la oposición tradicional no ha logrado articular espacios de movilización plurales dentro del país y enfoca su actividad, nuevamente, en el exterior.

Las elecciones presidenciales del 28 de julio en Venezuela no resolvieron el conflicto político que atraviesa el país, sino que volvieron a agudizarlo. El anuncio de los «resultados» por parte del rector principal del Consejo Nacional Electoral (CNE) en la madrugada del 29 abrió la puerta a una nueva etapa en el proceso de consolidación autoritaria del gobierno de Nicolás Maduro.

Con la represión abierta, la banalización del fraude y el afianzamiento de la llamada «unión cívico-militar-policial perfecta», el devenir de la Revolución Bolivariana nos recuerda, como lo describen Vincent Geisser y Michel Camau para el caso de Túnez, la necesidad de pensar los autoritarismos como sistemas caracterizados por «la alternancia de fases de apertura y repliegue, de contestación y represión» que les permiten adaptarse a las circunstancias y así mantenerse en el tiempo. En ese sentido, la llegada del 10 de enero, es decir, el día de la toma de posesión del presidente de la República, inspira mucha tensión pero bajas expectativas respecto de cambios en el panorama político venezolano.

Poca tolerancia a las derrotas

Una de las principales características del proyecto político chavista en sus inicios fue el de proponer una «revolución democrática», es decir, un proceso de cambio radical de la sociedad cuya legitimidad provendría de las urnas. La famosa «maquinaria electoral» del chavismo tenía el rol de movilizar a la población venezolana, y en especial a las clases populares, para expresar mediante el voto su inserción y apoyo al proyecto hegemónico de la Revolución Bolivariana y al «socialismo del siglo XXI». Sin embargo, y desde la época de Hugo Chávez, la «revolución democrática» tuvo una baja tolerancia hacia las derrotas. Tal fue el caso de lo que el propio Chávez llamó una «victoria de mierda» opositora, refiriéndose a los resultados del referéndum constitucional de 2007 en el que la campaña del «No» obtuvo la victoria. Sin embargo, es bajo la presidencia de Nicolás Maduro cuando se instala una práctica recurrente de no reconocimiento de los resultados electorales que comienza con la victoria de la oposición tradicional (hoy reunida, no sin tensiones, en la Plataforma Unitaria Democrática) en las elecciones para la Asamblea Nacional de 2015. Tras la derrota del chavismo de gobierno, la Asamblea es paulatinamente vaciada de sus atribuciones en favor de los poderes Ejecutivo y Judicial, mientras la oposición tradicional amenazaba con hacer uso del poder parlamentario para destituir a Maduro y posteriormente nombró a Juan Guaidó como «presidente encargado».

Sin embargo, entre el no reconocimiento y la organización de fraude a gran escala hay una distancia que fue recorrida durante las elecciones presidenciales de 2024. A tan solo días de la toma de posesión de Maduro para un tercer mandato, las autoridades venezolanas no han presentado las actas por mesa de los resultados electorales como forma de refutar las presentadas por los dirigentes opositores para argumentar la victoria de Edmundo González Urrutia. Un detalle en particular llama la atención: la desaparición de la página web del Consejo Nacional Electoral (CNE), que se ha mantenido inaccesible desde el final del mes de julio. No se trata, por cierto, de un hecho menor. Históricamente, la web del poder electoral ha permitido a los venezolanos verificar los resultados de cada comicio por mesa, centro de votación, municipalidad y Estado (como ocurre en cualquier sistema electoral transparente). Más allá de la obligación legal que le incumbe, al no mostrar los resultados desagregados de las elecciones presidenciales, el CNE rompe el acuerdo social y político que alguna vez fue reivindicado como la base del «proyecto revolucionario».

Pero ¿cómo ha logrado el gobierno sostener ese fraude que ni siquiera buscó disimular? Hay aquí al menos dos respuestas. La primera refiere al tristemente común uso de la represión –encarcelamiento, desaparición, muerte en prisión de opositores– que ha podido amedrentar las muy numerosas expresiones de rechazo y descontento dentro de la sociedad venezolana. La segunda, quizás más sorprendente, es la pasividad o aceptación mostrada por viejas y nuevas elites económicas, que han sabido sacar ventaja de sus alianzas con el gobierno, pero también por algunos sectores de las clases populares que se reclaman del chavismo y buscan mantener un frágil pero conocido statu quo frente al miedo al revanchismo opositor.

La quimera de la internacionalización opositora

Mientras Maduro y sus aliados gobiernan el territorio venezolano, la oposición retoma su estrategia de internacionalización del conflicto, en un contexto en el que más de 2.400 personas fueron encarceladas en los días posteriores a la elección. (Nótese que la cifra reivindicada por las autoridades venezolanas en alocuciones públicas es mayor a las cifras presentadas por las ONG de defensa de derechos humanos).

Sin embargo, en el proceso de internacionalización, ciertas alianzas pueden ser cuestionadas si se toma en cuenta el discurso de defensa de la democracia y de los derechos humanos que la oposición tradicional se adjudica a sí misma. Tras el exilio claramente forzado de González Urrutia en España, tanto él como María Corina Machado fueron premiados por el Parlamento Europeo con el prestigioso Premio Sájarov para la Libertad de Conciencia. Es la segunda vez que la oposición tradicional recibe el premio desde 2017. Ese reconocimiento es decidido mediante el voto de los presidentes de los grupos políticos que conforman el Parlamento Europeo, en este caso de los representantes de la derecha y de la extrema derecha europea, poco conocidos por sus aspiraciones democráticas y aún menos por su solidaridad con los migrantes, como es el caso de los cientos de miles de venezolanos que viven en el territorio de la Unión Europea.

Es posible ver una dinámica similar a escala continental. González Urrutia inició este 4 de enero una gira cuya primera parada fue la Argentina de Javier Milei. El emotivo encuentro entre el líder opositor y los miles de venezolanos que fueron a saludarlo en la Plaza de Mayo no impide cuestionar su alianza con un Milei que, más allá de sus políticas ultraliberales, encarna una batalla cultural reaccionaria conectada con sectores ultras de Europa y Estados Unidos y ha expresado en varias ocasiones su desprecio por la democracia. En general, la gira americana está marcada por las inclinaciones políticas históricas de la oposición tradicional venezolana y, en particular, por el auspicio del llamado Grupo Idea, conformado por figuras de la derecha transatlántica entre las cuales figuran José María Aznar y Álvaro Uribe. Estas derechas suelen utilizar la situación en Venezuela, a menudo con sobreactuaciones retóricas contra el «comunismo», más para consumo interno que para buscar una verdadera salida democrática para los venezolanos.

También es cierto que los países latinoamericanos actualmente gobernados por la izquierda, que esta vez han sido más críticos el gobierno venezolano, no han sido capaces de jugar el rol que se pudo esperar de ellos en el periodo postelectoral. Los intentos de intermediación frente al gobierno venezolano, principalmente por parte de los gobiernos de Luiz Inácio Lula Da Silva en Brasil y de Gustavo Petro en Colombia no dieron resultados y, al contrario, provocaron altos niveles de conflictividad entre las cancillerías de estos países, cuya política interna se ve afectada por el conflicto político venezolano –en particular en el caso colombiano–, y Caracas. Finalmente, la gira americana de González Urrutia no podía cerrarse sin pasar por Estados Unidos. Desde los inicios de los años 2000, la oposición tradicional venezolana ha encontrado en el norte del continente a su principal aliado. Allí consiguió apoyos políticos y logísticos que no escondieron diversas formas de intervencionismo al viejo estilo (que además resultó en muchos momentos funcional, en la práctica, al chavismo).

Hoy en día se abre, sin embargo, una nueva incógnita con el segundo mandato de Donald Trump. Si por una parte la integración de los llamados neocons en su gobierno, como es el caso de Marco Rubio como secretario de Estado, podría llevar al recrudecimiento de la política de sanciones cuyas principales víctimas son los venezolanos de a pie, el método de gobierno transaccional de Trump podría también abrir la puerta a negociaciones con el gobierno de Maduro, que podrían incluir venta de petróleo y recepción de migrantes venezolanos deportados desde el gigante del Norte.

Alta tensión, bajas expectativas

El Ministerio del Transporte venezolano anunció el cierre de los primeros 16 kilómetros de la autopista Caracas-La Guaira, que une la capital venezolana con la costa caribeña y en especial con Maiquetía, principal aeropuerto internacional del país, entre el 4 y el 9 de enero.

Precisamente en ese aeropuerto fue expuesto, tanto en afiches en las paredes como en mensajes en las pantallas digitales, el anuncio de la recompensa de 100.000 dólares por la captura de Edmundo González Urrutia, quien por su lado dice que llegará a Venezuela para su investidura «por cualquier medio que sea». La Dirección General de Contrainteligencia Militar (DGCIM), principal brazo represor del gobierno de Maduro, está desplegada en la capital haciendo uso de las instalaciones de la base aérea Generalísimo Francisco de Miranda, mejor conocida como La Carlota. El mismo Diosdado Cabello, número dos del régimen y muy cercano a su ala militar, hace alusión en un video publicado en la red social X a los nervios que emergen en los sectores de oposición ante el despliegue de las fuerzas armadas y policiales en la ciudad y aclara que ellos «están para garantizar la paz de todos los venezolanos y las venezolanas», a la vez que concluye que «esto es muy normal».

Esta «normalidad» recuerda la dinámica represiva que se inició en el mes de julio de 2024. Si en el mes de diciembre se procedió a la liberación de numerosos presos vinculados a las protestas poselectorales, también se ha retomado la práctica de la «puerta giratoria», que implica nuevos encarcelamientos al tiempo que otros presos políticos salen sin obtener libertad plena.

Si el chavismo de gobierno tiene su plan trazado, el de juramentar a Maduro, del lado de la oposición tradicional las cosas parecen menos claras. Los distintos intercambios entre representantes de las diferentes fuerzas opositoras dejan entrever la dificultad para activar espacios de movilización plurales que incluyan a las organizaciones populares y sindicales. La principal fuente de desmovilización es claramente la acción represiva gubernamental. Pero, al mismo tiempo, las expectativas creadas por el prometido retorno de González Urrutia al territorio venezolano y por el llamado a la movilización para el 9 de enero compartido por María Corina Machado en sus redes sociales, no parecen tener por corolario la promoción de una movilización amplia construida en concertación con los espacios sociales y políticos que históricamente apoyaron al chavismo y que en las últimas elecciones votaron en su contra.

Finalmente, en un contexto en el que se ha buscado reducir al mínimo la capacidad organizativa y de expresión política de la disidencia, algunos sectores opositores optan por mirar a largo plazo y por relativizar el 10 de enero. Esta visión responde a la necesidad de mantener una perspectiva coherente frente a lo que hasta ahora parece bastante evidente: que, hoy por hoy, el único que tiene a la mano la fuerza y las estructuras institucionales para asumir un nuevo mandato presidencial en Venezuela no es quien ganó las elecciones del pasado mes de julio, sino Nicolás Maduro.

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