Inflación, deuda y desplome del peso: la economía argentina vuelve a asomarse al precipicio
ArgentinaLa dimisión del ministro de Economía agrava los problemas en un momento de gran inestabilidad política
La economía de Argentina no va bien. Hasta hace solo un mes, la OCDE pronosticaba para el país sudamericano un crecimiento del PIB del 3,6%, el segundo más alto de América Latina detrás de Colombia (6,1%). La fe estaba puesta en el efecto reparador del acuerdo firmado en enero pasado con el FMI, que reprogramó los pagos de una deuda de 44.000 millones de dólares. Pero todo ha cambiado. Cargada de viejos problemas estructurales irresueltos, y acorralada por los efectos globales de la guerra en Ucrania, la olla a presión ha estallado. La debacle comenzó el 2 de julio, cuando Martín Guzmán, garante el acuerdo con el FMI, presentó su renuncia como ministro de Economía. Desde entonces, todo ha ido cuesta abajo. El peso argentino ha perdido el 41% de su valor frente al dólar en los mercados informales y financieros, las previsiones de inflación para 2022 están en el 90% y los bonos de la deuda cotizan al 18% de su valor de salida, en zona de default. La confianza en el Gobierno del peronista Alberto Fernández está por los suelos.
El cuadro macroeconómico resulta muy alarmante, mientras la inestabilidad política crece. La pelea de palacio entre Fernández y su vicepresidenta, Cristina Fernández de Kirchner, saldada con la salida de Guzmán, mantiene paralizado al Gobierno. La llegada a Economía de Silvina Batakis, una técnica reconocida por los académicos pero sin peso político propio, no evitó la tormenta. Solo en la última semana, el valor del dólar pasó de 291 a 337 pesos en el mercado paralelo o blue (sin intervención del Estado). La brecha entre los 136 pesos de cotización del dólar oficial, que solo rige para el comercio exterior, y el blue (cotiza en el mercado informal) ronda el 160%, lo que alimenta las expectativas de una devaluación.
Los argentinos huyen del peso y se refugian en el dólar sin que el Ejecutivo pueda evitarlo. Se han activado las estrategias defensivas ante una crisis terminal, de esas que los argentinos ya conocen bien. La última, en 2001, con el corralito. Mientras tanto, la Casa Rosada aplica todo tipo de torniquetes cambiarios para detener la sangría de las reservas del Banco Central. Desde su llegada al cargo, Batakis limitó el acceso de dólares a los importadores y encareció con nuevos impuestos el llamado “dólar turista”, que es el tipo de cambio que se aplica a los consumos en el exterior con tarjeta de crédito. Prometió, además, honrar el ajuste fiscal firmado con el FMI, el mismo que rechazó el kirchnerismo y le costó el cargo a Guzmán. No fue suficiente para recuperar la confianza.
Déficit
“La cosa esta mal”, resume Gabriel Zelpo, economista de la Universidad Católica de Chile. “Hasta ahora, el Gobierno argentino llevaba la situación colocando deuda en el mercado local en pesos. Pero hubo tanto déficit y tanta emisión monetaria que se le terminó el cupo. Ya no puede emitir más deuda ni pesos, porque el mercado le dijo ‘listo, hasta acá llegamos”, explica. Solo en junio, el BCRA inyectó en el mercado 1,2 billón de pesos y, en un esfuerzo por contener la inflación, esterilizó el 90% de esa cifra vendiendo Letras de Liquidez o Leliq a los bancos con una tasa de interés del 52%. “Como el déficit es grande, la emisión es grande”, dice Diana Mondino, economista del CEMA. “En el Banco Central saben que esa emisión es inflacionaria y por ello la reabsorben con las Leliq. Se endeuda para recibir los pesos que acaba de emitir”, explica.
Argentina se comprometió ante el FMI a alcanzar el equilibrio fiscal en 2024, una meta que parece cada vez más lejana. En mayo, el déficit fiscal primario, previo al pago de intereses de deuda, fue de 162.000 millones de pesos (1.200 millones de dólares al cambio oficial). Según el último informe del ministerio de Economía, producto del impacto de la guerra en los precios de alimentos y energía, el gasto primario del sector público para enero-mayo “presentó una suba [alza] de 78,2% respecto al mismo periodo del año anterior”. La energía es el gran talón de Argentina. Este año, el Estado destinará hasta 20.000 millones de dólares, equivalentes al 3% del PIB, a subsidiar a las empresas generadoras de gas y electricidad para mantener congeladas las facturas de los hogares.
La madre de todas las batallas, coinciden los analistas, es ese rojo fiscal crónico. La salud y la educación en todos los niveles son gratuitas en Argentina. Al mismo tiempo, el Estado gasta ingentes cantidades de dinero en planes sociales que atemperen los efectos de la pobreza, hoy en el 37,3%. Pero los ingresos nunca son suficientes. “Argentina tiene una compulsión por el déficit fiscal, porque el Gobierno cree que gobernar es gastar, no importa el origen de los fondos, el destino ni la eficiencia del gasto”, dice Mondino. El Gobierno de Fernández se aferra ahora que aún quedan, según calculan en el Banco Central, entre 13.000 y 18.000 millones de soja de exportación sin liquidar. Y confían en que todo estará mejor a partir de septiembre, cuando la llegada del calor primaveral reduzca el consumo de gas.
Pero resolver la cuestión de fondo es más complejo, advierte Néstor Castañeda, profesor del Instituto de las Américas del University College London (UCL), porque requiere de grandes acuerdos políticos. “Siempre es más fácil vender un proyecto alternativo cuando se está en crisis. Esto es muy de Argentina, no hay políticas de Estado porque cada cuatro años [con las elecciones presidenciales] las oposiciones empujan al país hacia el abismo. El problema ahora es que la ruptura no es tanto entre la oposición y el Gobierno peronista, sino dentro del mismo peronismo”, die Castañeda. La pelea por el rumbo económico ha dinamitado la relación entre Alberto Fernández y su vice, Cristina Kirchner. La debacle que siguió a la salida de Guzmán obligó a la pareja a una tregua política, en la que Kirchner al menos no humilla en público al presidente ni critica las medidas del Gobierno. La gran duda es si no será ya demasiado tarde.
EL PAÍS