México y la grave crisis de legitimidad política
MéxicoPor Gerardo Villagrán del Corral
Una cuarta parte de los mexicanos afirma que ninguna figura política, desde el presidente Andrés Manuel López Obrador hasta las autoridades municipales, ni ningún partido político representa sus intereses, lo que da cuenta de la crisis de legitimidad que vive el país, que quedó al descubierto en el Informe País 2020.
Ocho de cada 10 mexicanos no confían en los partidos políticos y el mismo porcentaje se siente descontento con el acceso a la justicia. Apenas tres por ciento se sienten bien representados por los legisladores federales, menos de seis por ciento por los diputados locales, menos de 12 por ciento por los gobernadores, 21 por ciento por la autoridad municipal y 26 por ciento por el Presidente de la República.
Estos datos se desprenden del Informe País 2020: El curso de la democracia en México, realizado por el Instituto Nacional Electoral (INE) y el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) con base en la Encuesta Nacional de Cultura Cívica (Encuci) del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi).
Aunque preocupante, la crisis de legitimidad de las instituciones democráticas no es solo mexicana. El estudio muestra que a nivel continental existe una insatisfacción similar, y el año pasado el Parlamento Europeo encontró que 90 por ciento de los españoles desconfía de los partidos políticos, mientras tres cuartas partes lo hacen del gobierno y el Congreso.
En un nivel más general, en 2019 la encuestadora global y thinktank Pew Research Center informó que 69 por ciento de los habitantes de varios países de la Unión Europea están en desacuerdo con la afirmación la mayoría de los elegidos para cargos oficiales “se preocupa de lo que piensa la gente como yo”, opinión compartida en Rusia, Ucrania y Estados Unidos.
Un reporte der la Universidad de Cambridge sobre las percepciones sobre satisfacción con la democracia entre 1973 y 2019 en más de 150 países, reveló que desde mediados de la década de los 90 se experimenta un progresivo y constante incremento de la insatisfacción en casi todas las regiones del mundo, que coincide con la implantación de las premisas neoliberales en los sistemas electorales y la administración pública.
Ello significó la sustitución de los programas políticos y los movimientos de masas por estrategias de mercadotecnia que reducen el juego democrático a una serie de opciones de consumo vaciadas de cualquier contenido y elaboradas de espaldas a los electores.
Los analistas mexicanos señalan que, lamentablemente desde la presentación del informe puede detectarse un afán autopropagandístico del INE. Más allá de la enajenación de la confianza popular, se llama a la autoridad electoral a dejar de lado su habitual autocomplacencia para cuestionarse el papel que juega en la reproducción de esquemas de participación que generan un abismo entre gobernantes y gobernados.
Por ejemplo, en la gráfica que recoge la confianza en las instituciones y grupos sociales se omite recoger la percepción sobre los docentes, las organizaciones de ayuda de adicciones y el gobierno federal, tres categorías que en el Informe País de 2014 (publicado en diciembre de 2016) se encontraban por encima del entonces Instituto Federal Electoral (IFE) en el favor ciudadano.
Estas exclusiones son relevantes ante la insistencia del presidente del INE, Lorenzo Córdova, en presentar al organismo que preside como la institución civil con mayor confianza en el país: es en extremo falso, ya que según sus propios datos, tal título recae en las universidades públicas.
De todas formas, es preocupante que una parte importante de la sociedad percibe como legítima la lucha política fuera de las instituciones legalmente reconocidas.
Un poco de historia
Históricamente, el principal déficit del Estado mexicano es su falta de legalidad, problema que encuentra sus raíces en la propia conformación del Estado–nación. Al respecto, sostienen que la nación mexicana es producto de una imposición de fuerzas extranjeras, de ahí que el Estado mexicano no sea fruto de un contrato social a la manera de Rousseau.
Dicho de otra forma, México, al igual que muchos otros países que fueron colonias, se caracteriza por contar con estructuras políticas y legales impuestas por fuerzas externas–superiores.
Y aunque esto sea cierto, también es importante recordar que durante la Colonia —no así en la Conquista—, los pueblos originarios que fueron derrotados y asimilados, «reconocieron» las figuras de poder impuestas por la corona española, que tuvo que hacer ciertas concesiones o tolerar formas distintas de organización, siempre y cuando éstas no atentaran contra sus intereses.
Raúl Romero, del Instituto de Investigaciones Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de México, señala que así sucedió hasta la Independencia, cuando las clases mestizas, apelando a su soberanía y capacidad de autogobierno, reclamaron para sí las estructuras de poder de la nueva nación. Es decir, la batalla no sólo fue por la posesión de los medios de producción, sino también vino acompañada de un discurso de identidad y renovación de las instituciones políticas.
A esto siguieron años políticamente bastante convulsos e inestables: desde conflictos internos (conservadores vs. liberales), invasiones extranjeras (Estados Unidos y Francia), hasta la pretensión por parte de los Habsburgo de restaurar el Imperio. Por eso, Porfirio Díaz construyó una legitimidad basada en el proceso de pacificación, modernización y crecimiento económico, pero fue, sobre todo, una legitimidad pasajera, atada a la persona.
Los años que siguieron a la caída de Díaz se caracterizaron por la imposición, con la violencia como principal instrumento político de los gobernantes. Los gobiernos posrevolucionarios continuaron con el modelo de desarrollo impulsado por Díaz, e incorporaron demandas que históricamente habían sido causa de conflicto para el Estado, adquiriendo una de sus características que aun hoy subsiste y que mina su legitimidad: la convivencia de dos estructuras de poder: la formal y la real.
Años más tarde, en la década de los 60, varios movimientos comenzaron a impugnar la legitimidad del Estado Mexicano, pero recién en 1968, el movimiento estudiantil se constituye un actor fuerte y capaz de evidenciar e impugnar la crisis de legitimidad del Estado.
El control político que habían construido el Estado y su partido (el Revolucionario Institucional, PRI) no fue suficiente para negociar una salida pacífica. La violencia política contra la disidencia no paró. En 1971, el gobierno mexicano volvió a utilizarla para silenciar las voces que cuestionaban sus métodos y decisiones. La reforma política de 1977 fue otro más de los intentos del Estado mexicano por dotar de legitimidad su ejercicio del poder.
En 1988, el fantasma de la legitimidad reapareció. La falta de certeza en las elecciones presidenciales generó en un importante sector de la sociedad la idea de que hubo fraude en los comicios. A este conflicto siguieron otros no de menor importancia: en 1994 el alzamiento armado del Ejercito Zapatista de Liberación Nacional en Chiapas y el asesinato de Luis Donaldo Colosio; la reforma electoral de 1996; y en 1997 el triunfo de Cuauhtémoc Cárdenas como primer Jefe de Gobierno electo del Distrito Federal.
Así, el triunfo del Partido Acción Nacional en el 2000 fue la culminación del proceso transición democrática en nuestro país. Vicente Fox llegó con una alta legitimidad a la presidencia, pero las viejas estructuras sobrevivieron.
El uso de la violencia ilegal e indiscriminada para resolver conflictos como el de Atenco y el de Oaxaca; el intento por desaforar al candidato más fuerte de la oposición, Andrés Manuel López Obrador, y el abierto intervencionismo de Fox en los procesos electorales del 2006, entre otros acontecimientos, hicieron ver que el autoritarismo y la lucha por el poder por el poder mismo seguían siendo componentes clave del sistema político mexicano.
Gerardo Villagrán del Corral. Antropólogo y economista mexicano, asociado al Centro Latinoamericano de Análisis Estratégico (CLAE, www.estrategia.la)
REBELIÓN