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Sobre la dictadura, política y políticos

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Camilo Escalona, expresidente del Partido Socialista de Chile

Aunque hay casos que merecen la mala fama, en la actividad política son muchas más las personas que tienen real vocación de servicio a la comunidad y la ejercen en organizaciones sociales o partidistas, desde la base hasta las directivas nacionales, como también hay militantes que se consagran totalmente a los ideales que asumieron en las fuerzas políticas o vertientes ideológicas de las que han formado parte o activas personas que lo hacen desde su condición de independientes con compromiso social.

A ellos se refirió Bertolt Brecht y les llamó los “imprescindibles”. No son militantes de un partido necesariamente, son quienes adquirieron vocación social y no la abandonaron a pesar de las adversas circunstancias que debieron enfrentar. No se trata tampoco de personas infalibles ni de mesías intocables, son personas que a lo largo de su vida mantienen su compromiso y sus ideales sin desertar ni renegar de ellos.

Precisamente, las personas que toman la acción política como una labor necesaria para el avance de la humanidad y de sus países son el gran adversario del fascismo y las distintas expresiones autoritarias de ejercicio de poder. Por eso, Pinochet perseguía indiscriminadamente a la sociedad civil, imperaba la censura en los medios de comunicación y el debate de ideas estaba suprimido.

El régimen coartaba la actividad cultural y el espíritu crítico que la anima porque solo aceptaba el halago de sus incondicionales, por eso, también las universidades fueron intervenidas y los intelectuales vigilados para evitar sorpresas. No se movía una hoja sin que el dictador lo supiera, según su propia confesión, reconociendo que la delación y el soplonaje eran armas esenciales del régimen. Ese período fue definido por el cardenal Silva Henríquez como “la paz de los cementerios”.

Incluso después del fraude que instaló la Constitución del ’80, quienes organizaban a las fuerzas de oposición eran ejecutados salvajemente, como hiciera la CNI con el líder sindical Tucapel Jiménez, y se asesinara al expresidente Frei Montalva en los inicios de ’82, como fue el horror del “caso degollados” en 1985 o la terrible “Operación Albania”, en 1987.

La política en su esencia es debate de ideas, así que se prohibió su ejercicio y cuando las protestas nacionales, desde el año ’83 en adelante, lograron terminar el “receso político” y reaparecieron los partidos de izquierda y centroizquierda sin que la represión pudiera impedirlo, ante ello, la dictadura desencadenó una ruin campaña de descalificación de la política.

Las sectas ultraconservadoras con el control mediático a su disposición, amparadas y financiadas por la dictadura, introdujeron la aversión a la política en franjas significativas de la población. El prototipo del “hombre de bien” que se inculcó fue un tipo sometido que “no se metía en nada” y hacía plata como fuera. Ese fue el ideal del “hombre chileno” bajo la dictadura. Sin conciencia y mucha sed de dinero. Pero, no resultó, millones de personas salieron a luchar por la libertad y la democracia.

La exaltación de la conducta rastrera llegó a su peak en el vergonzoso “Acto de Chacarillas”, en que el régimen notificó a la población de la “fusión sublime” entre el afán de perpetuación del dictador y el servilismo de sus incondicionales. No había espacio para nada más. Ese fue la señal máxima de la voluntad totalitaria de quienes disponían del poder absoluto.

La persona con interés hacia la “cosa pública”, más aún, los militantes activos de los ilegalizados partidos democráticos de izquierda y centroizquierda fueron definidos como “humanoides”, es decir, subnormales, hombres o mujeres a medio camino de ser tales, por tanto, podían ser privados de sus derechos e incluso aplastados en su condición de seres humanos. Los cerebros de la dictadura legitimaban así la violación de los Derechos Humanos, las víctimas no eran personas plenas, solo “humanoides”.

Hay en la derecha políticos activos que ejercieron importantes cargos y nunca han asumido su parte de responsabilidad en las aberraciones de la dictadura en la que participaron. Eran el “gremialismo” que luego tomó el nombre UDI y del grupúsculo de delación política llamado Avanzada Nacional, creado por la CNI, a cargo de Álvaro Corbalán, hoy preso por innumerables crímenes contra los Derechos Humanos.

Ambos grupos ultraderechistas pretendían ejercer la tutela militar sobre el sistema político. Ahora están en el Gobierno de Piñera que asume esa horrible herencia, ser el receptáculo de los responsables políticos del terrorismo de Estado. Peor aún, el candidato presidencial de Piñera vuelve a decir: “no por la excusa de respetar los Derechos Humanos vas a renunciar a una de las obligaciones principales del Estado que es mantener el orden…”. Es duro volver a oír esa idea como si no hubiera habido tanto dolor y muerte, pareciera que los ministros de Pinochet están en escena otra vez.

Por otra parte, aunque el dogmatismo de la ultraizquierda no lo acepta, el comunismo en su versión estalinista fue derrotado como modelo de sociedad, pero no se reconoce ese hecho histórico con la claridad que corresponde y se exalta el sectarismo en su conducta. Sin embargo, ese sector no estuvo en el poder como si lo hizo el totalitarismo oligárquico del sector ultraconservador que implantó la dictadura durante década y media con un costo humano y social incalculable, pero sus responsables, instalados en el centro de decisión del gobierno, jamás habrán de reconocerlo.

Pero en la esfera política e institucional, la democracia protegida fue rechazada por la amplísima mayoría del país y el plan de perpetuación del régimen fue derrotado en el plebiscito del 5 de octubre de 1988. Por ello, el proyecto de dominación y exclusión simbolizado en el Acto de Chacarillas tuvo que ser “archivado”.

La UDI disfraza esa derrota estratégica con un engaño monumental, que el Sí y el No tenían como propósito común el retorno a la democracia. Esa hipocresía infinita, propia del cinismo que ante la verdad histórica tuvo Jaime Guzmán, fue repetida y “oficializada” en los discursos de Piñera, a instancias de Chadwick y Larroulet, preocupados que a los crímenes se les busque algún eufemismo para camuflar el designio criminal del Estado del cual formaron parte.

La verdad histórica es que la UDI no tuvo la fuerza para instalar una parodia de monarquía castrense con Pinochet como rey perpetuo e intocable y con Jaime Guzmán en el papel del cardenal Richelieu. Ese proyecto político demencial fue derrotado por la unidad más amplia de los demócratas chilenos. Esa es la auténtica razón del odio ultraconservador a los políticos.

En 1988, el régimen no se desplomó institucionalmente con el triunfo del No porque la derecha económica y política lo respaldó y el mando castrense se mantuvo unificado. Luego, desmontar la maquinaria autoritaria fue un periodo que se alargó hasta las reformas constitucionales del 2005, las que recién entraron en vigencia en marzo del 2006.

Esta transición interminable socavó y agotó el liderazgo mantenido por las fuerzas políticas de la transición democrática, a ello se sumó el impacto del financiamiento irregular de la política y graves hechos de corrupción que llevaron a la crisis de legitimidad del sistema político. La asunción de Piñera y su ególatra autocomplacencia fueron la gota que rebalsó el vaso.

En la derecha pretenden sacar provecho a la crisis de legitimidad del sistema de partidos descalificando a quienes luchan toda una vida por sus ideales y vocación política. En su cruzada contra la política democrática premian al oportunista, al que cambia de colores según la ocasión y se vende por un cupo parlamentario o un empleo burocrático. Esa “independencia” perversa es la que aplauden los poderes fácticos, esa seudo libertad para desgastar y atomizar a las fuerzas políticas organizadas. Pero, a muchos les resultan placenteros esos caramelos envenenados.

La tarea de transformar a Chile confirma y realza el valor de la política y necesita redimensionar la labor de quienes se dedican a ella, porque el canibalismo mediático y la inescrupulosidad surgida en el país amenaza con agravar la ilegitimidad del sistema político en vez de corregirla.

En la reciente inscripción de candidaturas así sucedió, se rompieron todos los records conocidos hasta ahora y se usó a un notario ya fallecido para validar la recolección de firmas del candidato presidencial de quienes se definieron, “la lista del pueblo”. Este grado de deterioro amenaza con aniquilar totalmente la confianza hacia el sistema político desde la ciudadanía.

Hay que corregir la política y no destruirla, porque aniquilar la acción política es la vía hacia el fascismo. Hay que dignificar la política para fortalecer la democracia y ensanchar y extender los límites de la democracia para enriquecer la política.

 

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