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Las guaridas ocultas de los súper ricos

América Latina

El paraíso de los súper ricos parece regirse por una sola ley: la evasión impositiva. En Offshore: Stealth Wealth and the New Colonialism [Offshore: riqueza oculta y nuevo colonialismo], la socióloga Brooke Harrington expone el costado opaco del capitalismo y muestra cómo las elites globales usan las finanzas offshore para eludir sus responsabilidades sociales y debilitar la democracia.

Durante los últimos ocho años, una serie de grandes filtraciones de documentos echó luz sobre los paraísos fiscales y sus usuarios. Los Panama Papers, 11,5 millones de documentos de la firma legal extraterritorial Mossack Fonseca, aparecieron en 2016. A continuación vinieron en 2017 los Paradise Papers, un tesoro aún mayor de material, principalmente de la firma Appleby, con sede en las Bermudas, y otros dos proveedores de servicios corporativos en el extranjero. La filtración de los Pandora Papers, publicados en octubre de 2021, fue la más grande y de mayor alcance hasta el momento. Varias filtraciones anteriores de menor escala –incluidas las Swiss Leaks en 2015 (de la subsidiaria suiza del banco multinacional de origen británico HSBC) y las Lux Leaks en 2014 (que detallaban los arreglos impositivos para multinacionales diseñados por la firma contable PricewaterhouseCoopers y el gobierno de Luxemburgo)– habían obtenido menos publicidad, pero también habían revelado las descaradas actividades de abogados, contadores y banqueros, y las de sus clientes.

A través de los Panama, Paradise y Pandora Papers, surgió una amplia gama de nombres con conexiones extraterritoriales de uno u otro tipo: estrellas populares como Madonna, Bono y Shakira; el entonces príncipe Carlos (hoy rey Carlos III) y la difunta reina Isabel II; el ex-presidente de Colombia Juan Manuel Santos; el ex-primer ministro británico Tony Blair; el ex-presidente de Kenia Uhuru Kenyatta; la familia gobernante en Azerbaiyán, los Alíyev; y quien fuera secretario de Comercio en el primer mandato de Donald Trump, Wilbur Ross, que tenía intereses en una empresa de transporte que cada año movía millones de dólares provenientes del petróleo ruso, con vínculos con Vladímir Putin y otros individuos sancionados.

En vista de las irregularidades cometidas por un puñado de personas extremadamente ricas e influyentes, ¿por qué, tras un par de semanas de exposición pública, el problema de la evasión fiscal desaparece de la vista con tanta rapidez? En Offshore: Stealth Wealth and the New Colonialism [Offshore: riqueza oculta y nuevo colonialismo], Brooke Harrington, una socióloga que trabaja en el Dartmouth College, propone una respuesta a esta pregunta. Parte del problema, sostiene, es la cultura del secretismo que impregna los paraísos fiscales y otras jurisdicciones extraterritoriales. Con mucha frecuencia simplemente se olvida que los paraísos fiscales existen. Esto no es una falla sino una característica del sistema, diseñada por los políticos, legisladores y profesionales que permiten la elusión y la evasión fiscales.

El argumento de Harrington es que, si estos chanchullos de los súper ricos estuvieran menos envueltos en el secreto, la gente reaccionaría con mayor indignación. Probablemente esto sea cierto. El secretismo no solo ayuda a los ricos a eludir al recaudador de impuestos, sino que también mantiene los aspectos más injustos y perturbadores de la evasión y la elusión fiscales generalizadas fuera de la vista del público. Harrington cita conclusiones recientes de especialistas en psicología económica que muestran que la mayoría de las personas subestima enormemente el alcance de la desigualdad en sus países –en Estados Unidos, hasta en 42%–. Desde la década de 1960, el capitalismo deslocalizado ha ayudado a transformar silenciosamente la economía global impulsando la financiarización, facilitando la impunidad de las elites y apoyando la acumulación de una riqueza intergeneracional cada vez mayor, todo siempre protegido del escrutinio exterior.

El libro de Harrington es el resultado de más de una década de investigación. En 2016, publicó Capital without Borders [Capital sin fronteras], un muy aclamado análisis de los intermediarios y facilitadores que ayudan a los súper ricos a proteger su dinero de lo que se denomina eufemísticamente «la disminución»: inflación, devaluaciones de la moneda y, principalmente, impuestos. Estos profesionales de cuello blanco tienen a menudo antecedentes en el área bancaria, contable o legal, y en la actualidad suelen ostentar una certificación en gestión patrimonial. Para estudiar a estos facilitadores, Harrington se inscribió en un curso de dos años de duración en gestión patrimonial y se convirtió en uno de ellos. Obtuvo un acceso único a la tribu secreta de gestores patrimoniales y abogados que crean fideicomisos extraterritoriales y registran sociedades fantasma en las que depositan los activos de los ricos fuera del alcance de las autoridades fiscales.

El último libro de Harrington se interesa más por las consecuencias de estas actividades, tanto en el país de origen de los evasores de impuestos como en los propios paraísos fiscales. Algunas de las más sagaces observaciones en Offshore tienen que ver con el impacto de los negocios extraterritoriales en países pequeños, a menudo ex-colonias y territorios dependientes que se convirtieron en paraísos fiscales. A primera vista se esperaría que esas sociedades lograran grandes beneficios: las Islas Caimán y Luxemburgo, por ejemplo, son dos de los Estados más ricos en el mundo en términos de ingreso per cápita. Pero estos rankings ignoran la cuestión de la distribución: la riqueza total de Luxemburgo se reparte de forma desigual entre los expatriados ricos, que forman el sector deslocalizado, y los luxemburgueses. Los primeros han visto sus salarios dispararse, lo que triplicó los precios de la vivienda e impulsó el aumento del costo de vida en la ciudad de Luxemburgo. Mientras tanto, el precio lo pagan los luxemburgueses corrientes. Las sociedades de la mayoría de los paraísos fiscales son marcadamente desiguales.

El secretismo esencial para el éxito de un paraíso fiscal también fomenta una cultura de desconsideración de la ley que afecta a la sociedad en su conjunto. Mientras que en Ginebra, Londres y Nueva York la gestión patrimonial mantiene una fachada elegante, en los antiguos enclaves coloniales convertidos en paraísos fiscales este barniz de respetabilidad es delgado. Cuando las elites globales convierten la violación de la ley en una forma de vida, la impunidad se transforma en un símbolo de estatus. En las jurisdicciones extraterritoriales, los clientes ricos quebrantan la ley con absoluta libertad para acosar a quienes investigan, recurriendo a veces a la violencia y la criminalidad. Daphne Caruana Galizia, una periodista de investigación que hizo públicas las actividades criminales vinculadas a las finanzas extraterritoriales en Malta, fue víctima de un coche bomba luego de llevar a cabo pesquisas sobre funcionarios malteses expuestos en los Panama Papers. Su trabajo reveló que tanto el entonces primer ministro como sus rivales políticos estaban involucrados en el lavado de dinero; dos asistentes cercanos del primer ministro resultaron luego implicados en el asesinato de Galizia.

Mauricio, una nación insular al este de Madagascar, es hoy un importante paraíso fiscal para inversiones corporativas que fluyen hacia África y la India. En el momento de su independencia de Gran Bretaña en 1968, el futuro económico del país parecía sombrío; la economía mauriciana había dependido durante siglos del cultivo de caña de azúcar, llevado a cabo principalmente por personas esclavas. Luego de la independencia, Mauricio expandió sus actividades al turismo y los textiles. El primer contacto de la isla con el capitalismo deslocalizado llegó bajo el formato de una zona económica especial (ZEE) –un área geográfica limitada dentro de un espacio mayor donde se reducen los impuestos y se hacen más laxas las normativas laborales y ambientales para atraer a inversores–. (Actualmente, las zonas más famosas se esparcen por la costa suroriental de China, donde ZEE tempranas como Shenzhen se establecieron como parte de los experimentos de mercado limitado del país a partir de 1978).

En 1970, el gobierno mauriciano convirtió toda la isla en una ZEE, permitiendo a las empresas elegir dónde instalarse y habilitando la importación libre de impuestos de bienes utilizados para producir artículos destinados a la exportación. Los exportadores también recibieron exenciones fiscales y reducción de tarifas para la energía, el agua y los materiales de construcción. La economía de la isla floreció. El giro a la industria deslocalizada tuvo un costo, por supuesto: las firmas que establecían empresas manufactureras en la isla no hacían contribuciones significativas al sistema de pensiones ni otro tipo de provisiones para la seguridad social, lo que dejaba a los trabajadores con poca o ninguna red de contención.

Muchos paraísos fiscales, de hecho, no ofrecen la posibilidad de exención o bajos impuestos a todos los contribuyentes. En cambio, crean excepciones legales para determinadas categorías de individuos y empresas. El principio de otorgar un estatus impositivo especial a algunos contribuyentes, al tiempo que se mantienen los niveles habituales de impuestos para los demás, es un fenómeno tan antiguo como el propio capitalismo deslocalizado. Hacia fines de la década de 1960, este principio se acuñó en un formato corporativo fácilmente identificable, conocido como sociedad comercial internacional (SCI). También llamadas empresas «no residentes» o «exentas», las SCI presentan una gran variedad, pero el reglamento general es el mismo: se crea una categoría especial de empresas que no llevan adelante negocios en la jurisdicción donde están registradas y se ofrece a esa clase de empresas tasas impositivas cercanas a cero y, a menudo, exigencias limitadas de información y transparencia. Para aquellos países que son paraísos fiscales, esta es una forma de tener lo mejor de ambos mundos: se siguen recaudando impuestos de empresas locales que operan en el país, al tiempo que se seduce a firmas e inversores extranjeros mediante exenciones y tasa impositivas extremadamente bajas. Los funcionarios del Tesoro Británico y del Banco de Inglaterra advirtieron la introducción de leyes sobre SCI en muchas colonias caribeñas ya en 1968, entre ellas Barbados, Jamaica, Antigua y San Vicente y las Granadinas. Es decir que las SCI no se inventaron en las Islas Vírgenes Británicas en la década de 1980, como se sostiene a menudo; solo que, a diferencia de leyes previas en otros lugares, las nuevas SCI de las Islas Vírgenes se convirtieron en un éxito de la noche a la mañana. La auténtica explosión de las SCI comenzó cuando países de la región buscaron emular el éxito de las Islas Vírgenes Británicas, donde el número de empresas registradas creció velozmente luego de la aprobación de la ley local sobre SCI. Otras naciones caribeñas adoptaron una legislación similar en las décadas de 1980 y 1990; Mauricio promulgó su propia ley en 1992. Estas leyes y empresas son la clave para comprender cómo operan realmente los paraísos fiscales.

En Mauricio la nueva ley fue un éxito casi inmediato. Ingresó tanto dinero de orígenes dudosos que finalmente el país pasó a figurar en las listas de «peores paraísos fiscales», como las que elaboran la Comisión Europea y Oxfam. «Poco después», escribe Harrington, «se descubrió que varios funcionarios habían recibido dinero del narcotráfico en Mauricio». En los últimos tiempos el sistema político mauriciano ha entrado en una espiral descendente y según algunos se ha deslizado al autoritarismo. Los recientes primeros ministros han provenido exclusivamente de una camarilla de familias de la elite; son frecuentes las acusaciones de fraude electoral. Cuando manifestantes pacíficos salieron a la calle en 2020-2021, el gobierno desplegó la policía militar para reprimir el disenso.

Harrington relata un episodio impactante que capta el clima de impunidad en la isla. «Luego de advertirme que el delito estaba en aumento», escribe, un gestor patrimonial local «me despachó en un taxi, escoltada por un funcionario estatal de bajo rango que debía garantizar mi seguridad». El taxista le contó que era el aniversario del asesinato de una turista, y cuando Harrington le mencionó por qué estaba en Mauricio, él dijo: «El gobierno no la quiere aquí, no la ayudará», lo que hizo reír a su acompañante. Después Harrington se dio cuenta de que los dos hombres se conocían: «Minutos después, estábamos en un camino de doble mano poco iluminado en medio de campos de caña de azúcar. (…) El taxista apoyó su mano sobre mi muslo derecho y lo apretó. (…) Mi escolta, sentado detrás de mí, puso su mano en mi hombro y comenzó a juguetear con el tirante de mi sostén (…) siguieron conversando entre ellos y riendo. (…) Nunca sabré con certeza qué me esperaba esa noche, porque tuve suerte: de repente aparecieron luces delante de nosotros sobre lo que era un camino oscuro y desierto. Había habido un accidente, y eso generó una aglomeración de automóviles y un poco de tránsito».

Un productor de azúcar de tercera generación le informó al Consorcio Internacional de Periodistas de Investigación (el grupo que analizó las fugas recientes de información extraterritorial) que el Estado mauriciano había dejado de lado a los trabajadores locales en favor de la industria de servicios financieros. Como reporta Harrington, el gobierno también parece en buena medida haber dejado de lado la ley. Vendiendo impunidad a las elites ricas que evaden impuestos, se arriesga a extender la misma desconsideración hacia la ley a la política y a la sociedad en su conjunto.

En las Islas Cook, un remoto archipiélago en el Pacífico Sur especializado en oscuros arreglos de fideicomisos familiares, alguien irrumpió en la habitación de hotel de Harrington mientras ella dormía. Un pescador local se quejó con ella de que el delito había crecido con el incremento de la actividad deslocalizada: al país, le dijo, se lo conocía como Islas Crook (crook se traduce al español como «ladrón» o «estafador»). En las Islas Vírgenes Británicas, un gestor patrimonial con quien Harrington había acordado encontrarse la saludó con una hostilidad escalofriante y amenazas de hacerla deportar. En unos pocos años, «las islas [habían] descendido a un nivel tal de corrupción que se designó una comisión independiente –encabezada por un juez británico retirado– para investigar a los funcionarios». La comisión elaboró un informe que detallaba el involucramiento de los funcionarios en delitos vinculados con narcotráfico y financieros, así como en la sistemática intimidación de periodistas y líderes comunitarios. «Un año después de la publicación del informe», escribe Harrington, «se reveló que el líder del gobierno de las Islas Vírgenes Británicas, el premier Andrew Fahie, gerenciaba una lucrativa operación de tráfico de cocaína y lavado de dinero».

Abundan las historias de corrupción y delito en jurisdicciones extraterritoriales en el Sur global. No obstante, Harrington evita con cuidado estigmatizarlas. Después de todo, es probable que el peor paraíso fiscal de la historia sea Suiza, definitivamente parte del Norte global; Londres, mientras tanto, corteja al dinero sucio con bienes raíces de lujo que pueden tenerse mediante una combinación de empresas deslocalizadas del Reino Unido y anónimas. En años recientes, los ricos han descubierto que Dakota del Sur y Nevada son jurisdicciones de alto nivel de secretismo que se especializan en fideicomisos, en particular, pero no exclusivamente, para no estadounidenses. En una oportunidad, tras una charla que di en la Universidad de Princeton, un profesor del Departamento de Historia declaró durante la sesión de preguntas y respuestas que su familia había establecido un fideicomiso en Nevada para «proteger» sus activos y explicó que era en beneficio de sus hijos (y por ende, totalmente justificable). Es probable que se horrorizaran al pensarse a sí mismos como pertenecientes al mismo mundo que el establishment político corrupto de un lugar como las Islas Vírgenes Británicas. Pero la proliferación del delito en jurisdicciones extraterritoriales fuera del Norte global debería verse simplemente como el otro lado de un capitalismo deslocalizado que está siempre presente, si bien para la mayoría de nosotros oculto a la vista.

Una razón para la prevalencia de la corrupción y los delitos asociados en paraísos fiscales extraterritoriales es que muchos de esos territorios nunca tuvieron la oportunidad de desarrollar una sociedad civil, un tejido social o un sistema político sanos y estables. El establecimiento de empresas extraterritoriales en el Caribe ocurrió en su mayor parte mientras islas como las Bahamas, las Islas Vírgenes Británicas y las Caimanes todavía estaban bajo dominio británico; de hecho, muchos paraísos fiscales renunciaron simplemente a la independencia para beneficiarse de la impresión de estabilidad y continuidad que el dominio británico daba a los extranjeros que buscaban poner su dinero a resguardo. Las elites coloniales blancas de las colonias devenidas paraísos fiscales se involucraron a menudo en forma directa en la inscripción de empresas y fideicomisos y en la aprobación de las leyes necesarias para reforzar las credenciales de los paraísos emergentes. En lugares que sí buscaron la independencia, como Mauricio y las Seychelles, el giro al capitalismo deslocalizado se produjo en momentos de desesperación, cuando, luego de una gradual reducción de la ayuda y de otras formas de apoyo, los caciques coloniales partieron oficialmente, dejando un vacío económico, político y social que era tierra fértil para la explotación externa.

Panamá es otro ejemplo de un paraíso fiscal asolado por la extrema desigualdad. El Banco Mundial estima que alrededor de 25% de los panameños carece de los recursos sanitarios básicos, mientras que 11% sufre de desnutrición. En las áreas ricas de la ciudad de Panamá, ostentosos rascacielos albergan bancos, empresas contables y firmas legales que proveen servicios a los extranjeros; en los barrios desfavorecidos, los panameños viven en la miseria. La ciudad ocupa regularmente un lugar al tope de la lista de las diez ciudades más violentas del mundo por la tasa de asesinatos por habitante. Mientras que Panamá nunca fue una colonia formal, su creación, por una separación de Colombia, fue promovida por intereses estadounidenses con un ojo en la construcción del canal de Panamá. Durante la primera mitad del siglo XX, la hegemonía estadounidense sobre el canal y el control de la zona aledaña eran tan estrechos que los contemporáneos consideraron el territorio una cuasi colonia. Panamá encabezó el establecimiento de un registro abierto de buques, lo que convirtió al país en un paraíso fiscal para el transporte marítimo. En las décadas siguientes, los privilegios fiscales para barcos de propiedad extranjera se extendieron a ciertos tipos de empresas, y se creó en consecuencia un paraíso fiscal de pleno derecho. Como Harrington muestra de manera convincente, países como Panamá, así como las antiguas colonias y territorios de ultramar que se convirtieron en paraísos fiscales, venden impunidad a los extranjeros mientras descargan los costos socioeconómicos en las poblaciones locales.

Los efectos nocivos del secretismo no se limitan a los paraísos fiscales extraterritoriales, sino que también se extienden a las sociedades de los territorios de origen. Harrington considera que «en casa» los súper ricos se retiran del contrato social escogiendo las leyes a las que están sujetos. Las actitudes detrás de ese comportamiento son prácticamente las mismas dentro y fuera del territorio; solo que en Estados Unidos o Gran Bretaña lo esconde o amortigua mejor un deshilachado pero todavía existente tejido social. La libertad se entiende como la libertad de no pagar impuestos: en palabras de Harrington, «nobleza no obliga». Mientras tanto, el resto de nosotros corre el riesgo de empobrecerse a medida que la base impositiva se erosiona y disminuye el apoyo estatal a la educación, el transporte y los servicios de salud y vivienda, bienes públicos a los que los ricos pueden, hasta cierto punto, optar por renunciar. Como lo expresaron más de 300 economistas en una carta abierta tras la difusión de los Panama Papers, simplemente no existe un «propósito económico útil» para los paraísos fiscales.

Nota: la versión original de este artículo, en inglés, se publicó en Dissent el 1/4/2025 y está disponible aquí. Traducción: María Alejandra Cucchi.

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