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Cuando las empresas son más poderosas que los países

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Foto: REUTERS/Brian Snyder/File Photo
Foto: REUTERS/Brian Snyder/File Photo

Imagine una compañía con la influencia de Google, Facebook o Amazon que además tiene garantizado por el Estado el monopolio del comercio con una zona geográfica. También puede cobrar impuestos, firmar acuerdos comerciales, encarcelar a delincuentes y declarar guerras. Estos eran algunos de los poderes y atribuciones de la Compañía Neerlandesa de las Indias Orientales, fundada en el siglo XV por unos empresarios con el apoyo del Gobierno de los Países Bajos para comerciar con Asia. Fue la primera corporación trasnacional que emitió bonos y acciones en el mercado para financiar su crecimiento, un notorio precedente que siglos después llegó hasta las multinacionales modernas. Los nuevos gigantes empresariales no cuentan con los excepcionales privilegios de la histórica compañía holandesa, pero su valor bursátil e ingresos llegan a superar el PIB de decenas de países.

Hoy la concentración de poder es especialmente evidente en el sector tecnológico. Las cinco grandes —­Apple, Google, Microsoft, Facebook y Amazon— son las más valoradas en Bolsa en el mundo. Su capitalización oscila entre los 500.000 millones de dólares de Facebook y los 850.000 millones de Apple. Con este criterio —un tanto volátil, pero indicador del potencial de una empresa—, si Apple fuera un país, tendría un tamaño similar al de la economía turca, holandesa o suiza. Silicon Valley, además, tiene una presencia considerable en los nuevos negocios: Google acapara el 88% de cuota del mercado de publicidad online. Facebook (incluido Instagram, Messenger y WhatsApp) controla más del 70% de las redes sociales en teléfonos móviles. Amazon tiene el 70% de cuota del mercado de los libros electrónicos y en EE UU absorbe un 50% del dinero gastado en comercio electrónico.

Las compañías de Indias (los británicos y los franceses también tuvieron las suyas durante la época colonial) fueron un reflejo de su tiempo, pero su poder recuerda en ciertos aspectos a las grandes corporaciones actuales. ¿Son los nuevos colonos? La organización no gubernamental Global Justice Now realiza una clasificación en la que compara la cifra de negocio de las principales empresas con los ingresos presupuestarios de los países. Según esta lista, si la cadena norteamericana de grandes almacenes Walmart fuera un Estado, ocuparía el 10º puesto, por detrás de EE UU, China, Alemania, Japón, Francia, Reino Unido, Italia, Brasil y Canadá. En total, 69 de las 100 principales entidades económicas son empresas. Las 25 corporaciones que más facturan superan el PIB de numerosos países.

Resultaría ingenuo creer que el sector privado no influye en las decisiones políticas, en la gestación de las leyes y en el día a día de los ciudadanos. ¿Cómo se articula ese poder hoy? Moisés Naím argumenta en El fin del poder (2013) que las estructuras estáticas que caracterizaban a las grandes empresas hace unas décadas, como las de las llamadas Siete Hermanas (compañías que dominaron la industria petrolera entre los años cuarenta y setenta), han cambiado. El patrón, que se repetía en la mayoría de los sectores antaño, consistía en “unas pocas compañías que dominaban sus respectivos mercados y eran tan grandes, ricas, potentes y arraigadas que prescindir de ellas era impensable”.

El autor, miembro del Carnegie Endowment for International Peace, un think tank de Washington, afirma que el concepto mismo de poder empresarial es ahora más volátil, más flexible y está más fragmentado. “Se ha creado un ambiente en el que es más fácil para los nuevos —en general, no solo en economía, incluso los que tienen ideas tóxicas— conseguir poder”, afirma Naím. “ExxonMobil, Sony, Carrefour y JPMorgan Chase tienen un poder inmenso y autonomía, pero sus líderes están más limitados ahora”, asegura. Para adaptarse a esta transformación, la humanidad debe “encontrar nuevas formas de gobernarse a sí misma”.

El poder es hoy más competitivo. Se han reducido las barreras de entrada: llegan a la cima nuevas compañías, como Inditex, y desaparecen clásicos como Compaq. “Hay que tener en cuenta el horizonte temporal, porque hace 10 años hablábamos del dominio de Microsoft y ahora ya no”, responde en una entrevista Naím en referencia al poder de Google o Facebook. Rechaza comparar empresas con países: “La capacidad de influir no se mide necesariamente por la facturación de una empresa en relación con el PIB de un país, porque la forma del poder empresarial difiere de la del Estado”. Además, hay nuevos actores cada vez más influyentes, como las nuevas firmas de inversión, los fondos especulativos (­hedge funds) y mercados como los dark pools, donde se negocia la compraventa de acciones al margen de las autoridades supervisoras.

El nuevo poder es más intangible. “Las empresas tienen hoy menos activos fijos y menos empleados, reflejo de una nueva manera de producir más orientada a los servicios y al conocimiento”, expone Jesús María Valdaliso, profesor de Historia e Instituciones Económicas en la Universidad del País Vasco y coautor de Historia Económica de la Empresa(Crítica).

Y además hoy los datos son un activo esencial. Millones de ciudadanos se informan, se relacionan con sus amigos y compran en Internet. Van dejando a su paso un reguero de información que se ha convertido en el “petróleo de la era digital”, según The Economist. Esta información personal permite elaborar perfiles de los usuarios gracias a los algoritmos, que son capaces de aprender en minutos patrones de comportamiento que a un ser humano le llevaría años discernir. “Una de las grandes estrategias de las compañías tecnológicas es el efecto red: cuantos más usuarios, mejor. Porque resulta que la gente utiliza tu servicio, por muy aburrido que sea, si otros también lo usan. ¿Cómo no estar en Facebook si todos tus amigos están?”, opina el periodista Noam Cohem, autor de The Know-It-Alls: The Rise of Silicon Valley as a Political Powerhouse and Social Wrecking Ball (2017) (Sabelotodos. El auge de Silicon Valley como centro político y bola de demolición social). Pocos eligen vivir al margen de las redes sociales.

¿Cuál es el efecto político de ese nuevo oro negro? A través de la Red se puede influir en la opinión pública, como se ve en la investigación en curso en EE UU sobre las interferencias de Rusia en las elecciones que dieron la victoria a Trump hace un año y en las que fueron claves Facebook, Google y Twitter. “Las empresas tecnológicas temen que, tarde o temprano, se intente aprobar una regulación que altere sustancialmente su modelo de negocio”, explica Pankaj Ghemawat, profesor en la New York University y en el IESE Business School. Autor de World 3.0: Global Prosperity and How to Achieve It, (Mundo 3.0: Prosperidad global y cómo conseguirla) pone el acento en la dificultad que supone cuantificar y seguir algo tan inmaterial como la información.

Este trasiego de datos no existía cuando, a finales del siglo XIX, John D. Rockefeller fundó la Standard Oil. “Hay voces que dicen que ya no importan los límites. Yo creo que es algo exagerado, pero ciertamente es significativa la habilidad de algunas empresas para expandirse a todo tipo de negocios”, opina Ghemawat. Amazon no es solo una de las empresas que más han crecido en los últimos años, también es de las que más se han diversificado: líder en comercio electrónico, una de las mayores plataformas logísticas y de marketing y proveedor de sistemas de almacenaje en la nube (entre sus clientes, la CIA). Además, produce películas y series, ha comprado una cadena de supermercados y acaba de lanzar su propia línea de ropa. ¿Se está haciendo Amazon demasiado grande?

Las grandes corporaciones modernas emergieron a final del siglo XIX como resultado de la producción y la distribución en masa, según teorizó Alfred D. Chandler, profesor de la Harvard Business School, que a partir de los años setenta fue pionero en el estudio de la historia de las empresas. Para Chandler, los managers habían sido los verdaderos héroes de la era industrial, porque habían organizado la actividad económica, ensamblando las partes del negocio para crear grandes compañías como General Motors. El académico defendió esta idea en uno de sus libros, La mano visible (1977), titulado así en oposición a la “mano invisible”, la metáfora creada por el economista Adam Smith en el siglo XVIII para expresar la supuesta capacidad autorreguladora del mercado libre.

Un ejemplo extremo de gran corporación son los chaebol, conglomerados familiares impulsados por Corea del Sur para reactivar el crecimiento tras la guerra (1950-1953). El mayor de ellos es Samsung, del que depende el 20% del PIB del país asiático. Pero en los últimos años Seúl ha tomado medidas para reducir el poder de estos gigantes. Una muestra es la reciente condena por corrupción del heredero de Samsung, Lee Jae-yong.

Las Samsung y General Motors de hoy son diferentes. Lejos ha quedado la repetida frase de Charles Wilson en los cincuenta, cuando era secretario de Defensa de EE UU: “Lo que es bueno para nuestro país es bueno para General Motors”. Antes de ocupar ese cargo, Wilson dirigió esa compañía (el actual secretario de Estado, Rex Tillerson, presidía antes ExxonMobil). Pero la globalización ha llevado a las grandes empresas a dispersarse por el mundo. Por ejemplo, del extranjero llega el 65% de las ventas de las empresas que cotizan en la Bolsa española.

Entonces, ¿dónde se localiza el poder en este mundo dislocado? Tres analistas de sistemas complejos del Instituto Federal Suizo de Tecnología de Zúrich han recurrido a las matemáticas para construir un mapa de la estructura del poder económico. Han recabado datos de 43.060 compañías trasnacionales y los han cruzado con su accionariado y facturación. El resultado reveló que 147 firmas controlaban el 40% de la riqueza, casi todas instituciones financieras, como Barclays Bank, JPMorgan Chase y Goldman Sachs.

El estudio fue publicado en PLoS Oneen 2011. Uno de sus autores, James Glattfelder, explica que trabajan para actualizar los datos: “La previsión es que la distribución del poder se mantenga concentrada en las manos de unos pocos actores altamente interconectados”.

Este estudio es interesante, pero hay que tener en cuenta que las instituciones financieras no siempre controlan el destino de las empresas en las que participan. Casi siempre, simplemente gestionan un dinero que pertenece a inversores particulares. Glattfelder responde que, desde 1980 y en particular desde la crisis de 2008, se ha producido “una enorme concentración de la propiedad de acciones en manos de unos cuantos inversores institucionales”. Esos inversores suelen ser bancos, fondos de pensiones, seguros o sociedades de inversión que invierten grandes cantidades de dinero.

Desde los noventa, algunas firmas son cada vez más influyentes. Una es BlackRock, la mayor gestora de activos del mundo (maneja cinco billones de dólares, casi cinco veces el PIB español). En mayo, accionistas liderados por esta firma se rebelaron contra la dirección de ExxonMobil para forzar a la empresa a informar sobre sus medidas contra el cambio climático.

En un ejemplo más cercano, hace semanas trascendió que la decisión de empresas y bancos catalanes de cambiar sus sedes llegó de Nueva York o Londres. Allí están los grandes gestores de fondos de inversión, de pensiones y compañías de seguros, los accionistas de las entidades o los dueños de parte de su gran deuda. El cambio de sede trataba de contrarrestar la incertidumbre política que amenaza sus objetivos de rentabilidad. En EE UU, los fondos institucionales poseen un 80% del capital del índice Standard & Poor’s 500, y en Europa, el 58% del índice Standard & Poor’s Euro. En España, el 43% del capital está en manos de fondos internacionales, un récord.

También desempeñan un papel importante los hedge funds, o fondos especulativos, que utilizan los mercados de derivados para apostar a futuro la caída de un valor. Uno de los más populares es el fondo de George Soros, conocido por ganar millones tras tumbar la libra en los noventa, aunque también perdió mucho dinero apostando (erróneamente) por una caída de las Bolsas tras la victoria de Trump. En 1998 había unos 3.000 fondos de este tipo, ahora hay más de 10.000.

Y vuelve a surgir el papel clave de la tecnología. Resulta interesante el auge de los robots en el mundo financiero. Se suelen utilizar, por ejemplo, en la gestión de un mecanismo de nombre malvado: los dark pools. Son redes privadas en las que los inversores compran o venden acciones para que no se sepan sus intenciones y evitar cambios de valor de los títulos que les perjudiquen. Un 42% del volumen diario negociado en los mercados se realiza en esos dark pools, según Tabb Group.

Aunque estos mercados en la sombra existen desde hace décadas, se han multiplicado en los últimos años gracias a la inteligencia artificial. El tiempo que se necesita para ejecutar una orden de compraventa se ha acortado de los 20 segundos de hace dos décadas a los 10 microsegundos actuales. Es decir, 40.000 operaciones en un parpadeo. Por eso conviene ampliar el campo de visión. Ya no basta con mirar a los consejos de administración, la raíz del poder va directa al algoritmo.

 

El País/Cristina Galindo

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