Cristina Kirchner, los dilemas de una condena
ArgentinaLa Corte Suprema de Justicia rechazó el martes pasado un recurso en que Cristina Kirchner pedía que se revise una condena a 6 años de prisión e inhabilitación perpetua, dictada por un tribunal oral y ratificada por la Cámara de Casación, que es la máxima instancia penal de la Argentina. El próximo miércoles la expresidenta debe presentarse en la sede de los juzgados federales donde se implementará su detención. La sanción se debe a graves irregularidades cometidas desde el Estado nacional en la administración de la obra pública de la provincia de Santa Cruz, de la que proceden los Kirchner. En un país caracterizado por innumerables episodios de corrupción política y, sobre todo, por la impunidad judicial frente a esa corrupción, el castigo a alguien tan poderoso como la señora de Kirchner cobija un mensaje edificante. Que ese castigo sea tan inusual obliga a reflexionar acerca de la selectividad que también singulariza a la Justicia argentina.
Los tres jueces que integran la Corte Suprema coincidieron en rechazar los argumentos planteados por Carlos Beraldi, el abogado de Cristina Kirchner, en su recurso de queja. Entre las razones que expusieron los magistrados está que la acusada admitió un vínculo comercial con Lázaro Báez. Se trata de un antiguo empleado del banco provincial de Santa Cruz que alcanzó un patrimonio asombroso gracias a sus negocios con obra pública, a la sombra de Néstor Kirchner.
Báez ganaba licitaciones con sobreprecios y después contrataba para sus obreros hoteles que eran propiedad de los Kirchner. Una curiosidad es que esos lujosos hoteles alojaban a los empleados de Báez incluso cuando estaban cerrados por crisis naturales, como la erupción de un volcán que dejó a media Patagonia bajo las cenizas durante varios meses. El empresario amigo de los Kirchner también fue investigado por la emisión de facturas apócrifas, destinada al lavado de dinero. La expresidenta se benefició de que las tres irregularidades —las licitaciones manipuladas, la fantasmagórica contratación de los hoteles y la producción de facturas falsas—hayan sido tratadas en expedientes desconectados entre sí.
Las pruebas contra la expresidenta han sido tan numerosas que dificultan la tarea de cualquier defensor profesional. Tal vez por esa razón ella denuncia una persecución. Es la única manera de defenderse con el eterno objetivo de seguir haciendo política. Es la teoría del lawfare, que otrora se denominaba “derecho penal del enemigo”. Es decir, la presunción de que los tribunales ejercen una penalización selectiva según la identidad de sus víctimas. En América Latina esta idea ha prosperado mucho en los últimos tiempos. La esgrimieron desde Rafael Correa hasta Luiz Inácio Lula da Silva, quien logró a través de varios intermediarios, entre ellos el expresidente argentino Alberto Fernández, poner esa tesis en boca del papa Francisco. El núcleo de esa denuncia es que el Poder Judicial apunta, con la excusa de investigaciones sobre corrupción, sobre “víctimas” a las que se sanciona por la naturaleza progresista y, en especial, distributiva, de sus gobiernos.
La tesis tiene varias fragilidades. La más evidente es que, por lo menos en el caso de la señora de Kirchner, la causa por la que se la condenó atravesó innumerables instancias judiciales, muchas de ellas a cargo de magistrados designados por su propia administración o la de su esposo. Sin embargo, el principal problema de la concepción según la cual la sanción penal solo recae en líderes de centroizquierda o de izquierda es que la misma queja se escucha entre líderes de derecha o de ultraderecha. Mientras se condenaba a la expresidenta argentina, el expresidente brasileño Jair Bolsonaro declaraba ante el Superior Tribunal Federal de su país, donde está imputado de haber promovido un golpe de Estado contra su sucesor Lula da Silva. En Perú, por otra parte, un emblema de la derecha pro mercado latinoamericana, como Pedro Pablo Kukzynski, se encamina a un juicio oral en el que debe evitar que se le aplique una pena de 35 años de prisión.
Más allá de estas incoherencias de la doctrina del lawfare, es verdad que la Justicia exhibe alguna parcialidad cuando debe juzgar a la política. Los kirchneristas alegan en estos días que su jefa, Cristina, es condenada, mientras muchas causas que se abrieron contra exfuncionarios de derecha, como Mauricio Macri o personas de su entorno, terminan en absoluciones. Ese doble estándar se despliega también en el caso de la propia señora de Kirchner. Sobre ella se dispusieron seis 6 años de cárcel e inhabilitación perpetua a ocupar cargos públicos en una causa en la que se investigaron delitos ocurridos en la provincia de Santa Cruz. Allí los imputados fueron exmiembros de su gobierno y del de su esposo y un empresario, Báez, que tiene todo el aspecto de haber sido testaferro del matrimonio. Sin embargo, otro expediente, en el que se debería investigar cómo la poderosa familia Eskenazi, de banqueros ligados a los Kirchner, adquirió, gracias a presiones del expresidente, el 25% de YPF, duerme en el escritorio de un juez federal desde el año 2007. En otras palabras: para demostrar cierta arbitrariedad, no hace falta decir que a la expresidenta se la condena mientras a colegas de ella, de otros partidos, se los exculpa. Ella es, según la causa judicial de que se trate, un ejemplo de rigor o un ejemplo de complicidad judicial.
Aun en la causa denominada Vialidad, por la que se la condenó, Cristina Kirchner se benefició de ciertas facilidades judiciales. Los hechos que se investigan pertenecen a tres tipos de operaciones sospechosas. Licitaciones de obra pública amañadas y con llamativos sobreprecios, en las que solía beneficiarse Báez; contratación por parte de Báez de lujosos hoteles de la familia Kirchner para alojar a obreros que trabajaban en obras situadas a cientos de kilómetros; emisión de facturas apócrifas de Báez para blanquear el dinero mal habido. Las tres actividades formaban parte de un mismo sistema para extraer recursos del Estado a través de contrataciones manipuladas. Pero han sido investigadas en expedientes separados. Es posible que, si se las hubiera unificado en una sola pesquisa, las evidencias del delito hubieran sido todavía más irrefutables.
La corrección del proceso judicial no despeja el problema político. La Corte Suprema canceló del juego electoral a una dirigente que en las encuestas registra alrededor del 30% de las adhesiones a nivel nacional. En el distrito para el que se había postulado esa proporción puede superar el 40%. Y, cuando aparece en un programa de TV, como sucedió hace dos semanas, llega a una marca muy inusual de ocho puntos de rating. La situación abre un gran inventario de problemas e incógnitas.
Prisión domiciliaria
¿La Justicia dejará que realice actividad política desde el encierro de su departamento, ahora convertido en prisión? ¿A quién impulsará la expresidenta para reemplazarla en la candidatura? A ella le cuesta mucho, como le costó a su esposo, pensar la sucesión en términos que no sean familiares. Por eso las apuestas van hacia Máximo Kirchner, su hijo, que es diputado nacional y lidera una organización, La Cámpora, que ha sido el principal instrumento de Cristina Kirchner para intervenir en política. ¿Logrará transferir sus votos hacia ese “heredero”? Lula no lo logró cuando impulsó a Fernando Haddad en 2018. ¿Aumentará la abstención electoral? Ya es muy alta, sobre todo tratándose de un régimen con sufragio obligatorio. ¿Prosperará la sensación de proscripción, aunque sea equivocada desde el punto de vista jurídico? Es una cuestión relevante, sobre todo para quienes quieren reemplazarla en la dirección del peronismo. En especial su exdiscípulo e incipiente adversario, Axel Kicillof, gobernador de la gigantesca provincia de Buenos Aires.
La expresidenta defiende la tesis de la exclusión deliberada: no se postuló para obtener fueros parlamentarios y evitar una condena, como sostienen sus detractores, sino que la condenaron para evitar que siga participando de la vida pública. “Me quieren callar” dijo en 2016, cuando fue, acompañada por una multitud, a declarar a los tribunales federales. Para este miércoles, cuando se presente para ser detenida, sueña con un acompañamiento más numeroso. Es el eco trágico de lo que declaró en septiembre de 2022, cuando le dispararon con una pistola en la cabeza y salvó la vida solo porque falló el arma. En el fondo de esa retórica, y de esa escenografía, opera una concepción: contra los dictámenes de una Justicia de facción se planta un liderazgo popular apoyado en la legitimidad de los votos. Es el marco dentro del cual suele pensar la institucionalidad todo populismo, sea de izquierda o de derecha. Bolsonaro, en Brasil, repite el mismo credo.
El gran enigma es qué ideas tendrá la historia frente a estas ideas de la señora de Kirchner. Su condena puede ser el ocaso de un liderazgo que ha ocupado el centro de la vida pública argentina por más de veinte años. Algunos antecedentes inducen a poner en duda ese pronóstico, que sería el más natural. Ella suele encarnar las premisas que desarrolló Nassim Taleb en su libro Antifrágil. Es decir, es de esas personas que no solo resisten la adversidad, sino que encuentran en ella una plataforma para potenciarse, para relanzarse. Lo demostró ya con la muerte del marido, en 2010. En aquella oportunidad, los mercados celebraron la desaparición de quien era, para ellos, la raíz de todos los desbarajustes económicos. Un año después, la viuda fue reelecta por el 54% de los votos, con 37 puntos de diferencia respecto del segundo. Ese consenso fue la palanca, entre otras cosas, para la estatización de las acciones de Repsol en la petrolera YPF.
Conocer el destino de Cristina Kirchner es crucial para Javier Milei. No solo porque le permitiría conocer quién será su contraparte en la polarización que rige la vida electoral. Más importante todavía es saber si el kirchnerismo será capaz de reciclarse, con o sin su jefa, para ser una opción competitiva para la sucesión presidencial de 2027. Ese es el gran acertijo que quieren ver resuelto quienes deben decidir si invierten o no en la Argentina.
EL PAÍS