Todos los frentes de Dina Boluarte
PerúSegún las más recientes encuestas, la presidente peruana, Dina Boluarte, quien asumió el poder el 7 de diciembre pasado, horas después de que su antecesor anunciara por televisión un fallido golpe de estado, se encuentra en el sótano de su popularidad.
De acuerdo con el sondeo del Instituto de Estudios Peruanos (IEP), publicado el 26 de febrero, el 77% de los ciudadanos desaprueba su breve gestión. Únicamente el 15% contesta con aprobación. Con esto, Boluarte supera de largo al expresidente Pedro Castillo, que según las encuestas del IEP alcanzó su pico de desaprobación en junio de 2022, con 71%.
Aun así, esta no es la cifra más preocupante. La misma encuesta señala que el 73% de los peruanos desean que la presidenta Boluarte renuncie. Por sorprendente que pueda parecer a un espectador extranjero, ese número no es ninguna novedad. Boluarte ha sido una presidenta enormemente impopular desde el día uno. Pese a que la impopularidad presidencial es una constante en el Perú, el caso de Boluarte es particular. Su popularidad parece atada, de forma irremediable, a su legitimidad. Y eso sí es un problema a tomar en serio en un país acostumbrado en los últimos años a cambiar presidentes como quien intercambia figuritas del Mundial de fútbol.
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A los pocos días de que asumiera el mando del Ejecutivo, el IEP preguntó a los peruanos si estaban de acuerdo con que, tras la destitución de Castillo luego de su intentona fallida de golpe, su excompañera de plancha electoral asumiera el poder. Los encuestados fueron igual de rotundos que en los otros ejemplos: el 71% decía que no, frente a sólo a un 27% que señalaba que sí.
Uno pensaría que un Gobierno así, con tan escaso margen de maniobra y problemas de legitimidad tan evidentes -que si bien accedió al poder de forma incuestionable gracias a los mecanismos democráticos sancionados en la Constitución peruana, pero que ha sido incapaz de leer e interpretar el mandato que recibió hace ya tres meses-, tendría como principal ocupación construir y apuntalar su legitimidad. Y pensaría, sobre todo, que haría esfuerzos denodados por hacerle ver a esa ciudadanía que piensa que no merece estar al mando, que está dispuesto a escuchar y responder a sus demandas. Así como a comportarse de la manera más ejemplar posible, hacia dentro y hacia fuera de nuestras fronteras.
Pero, lejos de ello, Boluarte y cía han hecho de cubrirse las orejas su principal política de gobierno. Junto a demonizar a cualquiera que decida alzar la voz en señal de protesta y, sobre todo, levantar el dedo para acusar a cualquier otro de ocasionar los problemas con que la presidenta y sus ministros son incapaces de lidiar.
A los problemas que la presidenta ha debido -y debe todavía- enfrentar en el frente interno, se ha sumado una campaña de desprestigio internacional encabezada por el presidente mexicano Andrés Manuel López Obrador, quien ha convertido la crisis peruana en uno de los temas más socorridos de su conferencia de prensa diaria.
Los comentarios de López Obrador sobre la crisis peruana empezaron el día mismo de la intentona golpista de Castillo. El presidente mexicano, quien suele criticar el injerencismo extranjero cuando se trata de asuntos de su país, culpó ese día en Twitter al «ambiente de confrontación y hostilidad» creado por las «élites económicas y políticas» peruanas, que llevó a Castillo a «tomar decisiones que le han servido a sus adversarios para consumar su destitución». A partir de ahí, de forma inaceptable y como ha hecho ya en otras ocasiones con los temas más diversos, López Obrador subió el tono, frecuencia e irresponsabilidad de sus intervenciones sin que, al parecer, nadie en la cancillería mexicana atinara a moderar sus exabruptos.
Empezó decretando «en pausa» las relaciones con Perú, sin que nadie en la diplomacia mexicana supiera explicar qué quería decir. Continuó calificando de «espurio» al gobierno de Dina Boluarte y equiparando a la presidenta a «un títere, un pelele, un gobernante a modo», a la vez que se negaba a entregarle la presidencia de la Alianza del Pacífico para, en sus palabras, no «legitimar un golpe». Todo esto, además, desconociendo y negando un hecho clave de la actual crisis peruana: el fallido golpe de estado emprendido por Castillo. Si uno se ciñe a las palabras de López Obrador, esa intentona golpista nunca ocurrió.
Pese a todo, y con la torpeza a la que nos tiene acostumbrados el Gobierno Boluarte, lejos de estar a la altura de las circunstancias y dejar en evidencia el injerencismo del presidente mexicano con declaraciones alturadas y utilizando los canales diplomáticos correspondientes, el Ejecutivo peruano ha venido escalando el conflicto entre ambos países hasta alcanzar el punto muerto en que se encuentra hoy: con el embajador mexicano expulsado del Perú y el embajador peruano retirado definitivamente de México.
Para anunciar esto segundo, la presidenta Boluarte montó un show propio del que a diario ofrece su homólogo mexicano por las mañanas. Flanqueada por su primer ministro, Alberto Otárola, y la canciller Ana Cecilia Gervasi, quienes con gesto adusto y de pocos amigos miraban a cámara, mientras la presidenta decía que «el señor López ha decidido afectar gravemente las bicentenarias relaciones» entre ambos países.
¿Ha servido todo esto para que López Obrador modere sus palabras? Por supuesto que no. Pero además, en semanas recientes, el gobierno peruano ha seguido abriéndose frentes externos.
La semana pasada se dio a conocer que la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos había remitido una detallada solicitud al Gobierno peruano para que informe y responda ante lo que la misiva llama «el alegado uso excesivo de la fuerza provocando un elevado número de muertes ilícitas, la supuesta utilización abusiva de los tipos penales de terrorismo en contra de las personas manifestantes y disidentes, detenciones supuestamente arbitrarias, un caso de desaparición forzada, estigmatización y violaciones al debido proceso en contra de las personas manifestantes durante las protestas que han tenido lugar a partir del 7 de diciembre de 2022 .
¿Cómo reaccionó en primera instancia el Ejecutivo peruano? Ante el Congreso, la canciller Gervasi, pese a indicar que el Gobierno responderá dentro de los 60 días estipulados, quiso restar importancia al asunto señalando que se trata de una comunicación de «expertos independientes y no refleja la opinión de los estados parte de la ONU ni de la oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos».
Esa misma semana, con su sordera habitual antes los múltiples reclamos que se le hacen, el gobierno, a través del Ministerio del Interior, publicó un Protocolo de actuación interinstitucional para la coordinación y atención a periodistas y comunicadores sociales en el contexto de alteración al orden público, que entre otras muestras de ignorancia y desprecio por la labor de la prensa, traía una disposición especialmente preocupante:
«Sugerir a los periodistas a través de la unidad especializada de control de disturbios, la ubicación adecuada en un escenario de violencia, a fin de garantizar su integridad física o evitar afectar la labor policial de restablecimiento del orden público, de no cumplir con las indicaciones brindadas por la policía nacional si se produce alguna afectación a la integridad de los periodistas o comunicadores sociales será bajo su responsabilidad».
Esto en un contexto donde además de los 66 fallecidos producto de las protestas y enfrentamientos, se han registrado 172 agresiones a periodistas, casi la mitad a manos de las fuerzas del orden.
¿Cómo piensa que va a reaccionar la prensa local e internacional ante este ataque? ¿De verdad puede pensar alguien en el Gobierno de la presidenta Boluarte que esta suma de torpezas, falta de empatía y desdén por la opinión ajena puede ayudar a construir la legitimidad de la que carece ante los ojos de buena parte de los peruanos y algunos sectores de la comunidad internacional?
Lo peor de todo es que, cumplido ya el tercer mes de ejercicio del Ejecutivo, cada día que pasa y ante cada nueva disposición, acción o mensaje, empiezo a convencerme de que no se trata solo de incapacidad y torpeza sino, sobre todo, de falta de interés, voluntad y propósito de enmienda. Y eso, vista la deriva autoritaria del Gobierno que sigue sin asumir su responsabilidad en las muertes ocurridas durante las protestas, resulta verdaderamente peligroso.
EL PAÍS