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¿Por qué es necesario limitar el poder de los súper ricos?

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Frente a la exorbitante desigualdad en la distribución de la riqueza, la filósofa Ingrid Robeyns llama a imponer restricciones a las fortunas individuales. En su último libro presenta sólidos argumentos morales en favor de aplicar límites a la riqueza, aunque los mecanismos de implementación de las políticas no quedan del todo claros.

Limitarianism: The Case Against Extreme Wealth [Limitarismo. Argumentos contra la riqueza extrema], de Ingrid Robeyns, es la más reciente de una extensa lista de críticas –como El capital en el siglo XXI, de Thomas Piketty y Miradas sobre la desigualdad, de Branko Milanović– a las exorbitantes brechas en materia de riqueza e ingresos registradas en las últimas décadas. Limitarianism se centra en la inequidad en la riqueza personal, distribuida de manera mucho más desigual que los ingresos y que constituye, podría decirse, la tendencia que requiere un abordaje más urgente. El libro se ocupa más en detalle de Estados Unidos, país del que, según Forbes, son ciudadanos nueve de los 15 multimillonarios más ricos del mundo.

Robeyns sostiene que, dado el grave daño provocado por el enriquecimiento de los pocos, con su impacto negativo en la solidez económica y en las oportunidades vitales generales, así como en la resiliencia social, debemos imponer un límite a la tenencia de riqueza individual. Durante siglos, diversos pensadores argumentaron en favor de tal «limitarismo» y de la imposición de topes a las recompensas obtenidas en los negocios. Platón, filósofo de la Antigua Grecia, argumentó que para que existiera estabilidad política era necesario que los más ricos no tuvieran más de cuatro veces lo que tenían los más pobres. El financista de la Edad Dorada en Estados Unidos, J.P.Morgan –uno de los plutócratas estadounidenses más poderosos del siglo XIX– sostenía que los ejecutivos no debían ganar más de 20 veces el salario del trabajador con ingresos más bajos. En 1942, el presidente Franklin D. Roosevelt propuso una tasa impositiva máxima de 100%, aduciendo que «ningún ciudadano estadounidense debería tener un ingreso neto, después de impuestos, de más de 25.000 dólares al año [aproximadamente un millón de dólares a valores actuales]». «La manera más directa y efectiva de aumentar la igualdad dentro de la empresa sería especificar el rango máximo entre compensación promedio y máxima», escribió J.K.Galbraith, el influyente economista estadounidense, en 1973.

Uno de los efectos de la crisis financiera de 2008 fue dar inicio a un debate acerca del rol desempeñado por los paquetes de compensación excesivos en el sector bancario. Otros sostuvieron que los salarios mínimos garantizados –que limitan la libertad del empleador sobre los empleados– también deberían tener un máximo. Con la profundización de la desigualdad en la riqueza en las últimas décadas, se han incrementado los llamamientos a disponer medidas que reduzcan esa concentración, incluso de parte de algunos miembros del club de los superricos del mundo. No obstante, la acción política en ese sentido ha sido peligrosamente escasa. Cada año, los megarricos del mundo, enfrentados a muy pocas restricciones, siguen apropiándose de una porción mayor de la riqueza nacional y mundial.

Robeyns expone contundentes argumentos morales contra la actual brecha en materia de riqueza y formula la pregunta decisiva: «¿Cuánto es demasiado?». Llama a fijar límites al tamaño de las fortunas individuales, que variarían de país en país. En el caso de los Países Bajos, donde reside, señala: «deberíamos tener como objetivo crear una sociedad en la que nadie tenga más de 10 millones de euros. No debería haber decamillonarios». Sostiene que ese límite debería imponerse políticamente. También añade una segunda meta deseable, un nuevo código moral voluntario aplicado por los individuos mismos: «Sostengo que (…) el límite ético [a la riqueza] debería rondar el millón de libras, dólares o euros por persona».

Si bien numerosos críticos desestiman el concepto filosófico por considerarlo impracticable o indeseable, la historia sugiere que la idea dista de ser utópica. En las décadas de posguerra, los límites operaron con bastante efectividad en diversas naciones –incluidos el Reino Unido y Estados Unidos– y se convirtieron en un importante instrumento en la búsqueda de una mayor igualdad.

La guerra ha demostrado ser desde hace largo tiempo una potente fuerza igualadora; en las décadas posteriores a 1945, se alcanzaron niveles máximos de igualitarismo. Los Estados pasaron de su rol favorable a la desigualdad en los años de preguerra a convertirse en agentes de la igualdad. Como resultado, se generó (aunque en forma temporaria) una presión a la suba sobre los ingresos más bajos y otra a la baja sobre los más altos. Estos límites operaron de dos maneras: a través de la regulación y los impuestos, y a través de cambios en las normas culturales. Las naciones impusieron sistemas tributarios progresistas en grado sumo, con tasas tributarias especialmente elevadas en los niveles más altos –que persistieron en el Reino Unido hasta la década de 1980–, se ampliaron las protecciones de los Estados de Bienestar y se produjo un desplazamiento del poder de negociación de las juntas directivas a la fuerza de trabajo.

Tales políticas también se vieron posibilitadas por un importante cambio cultural favorable a la igualdad. Como consecuencia, se instauró un control más estricto sobre las recompensas obtenidas por las grandes empresas, así como sobre la dimensión de las fortunas. Hasta principios de la década de 1980, la conducta empresarial se volvió más sobria y las brechas en materia de riqueza menguaron. La clase de apropiación empresarial que tan común se ha vuelto en la actualidad habría sido mayormente inaceptable para la opinión pública y política en aquel momento. Las exhibiciones públicas de extravagancia y los altos niveles de vida de los años de entreguerras se esfumaron. Hasta la década de 1970 y el retorno de lo que Edward Heath denominó «el rostro inaceptable del capitalismo», los salarios de los ejecutivos en el Reino Unido estuvieron moderados por una suerte de «gen de la vergüenza» oculto, un código social no escrito –similar en algunos aspectos al llamamiento de Robeyns a la imposición de límites voluntarios– que actuaba como un control de la codicia. Se trataba de un código al que se adhería masivamente, en parte, por el temor a la indignación pública que despertaba la riqueza excesiva.

La argumentación de Robeyns es conceptual. No brinda detalles acerca de cómo podría funcionar en la práctica el limitarismo, ni tampoco recoge lecciones de la experiencia de posguerra (si bien esa experiencia se debió a las circunstancias particulares de la época). Reconoce los obstáculos que deben superarse para que la política del limitarismo se vuelva realidad. Hay innumerables cuestiones de detalle que deberían ser resueltas. ¿Cómo, en tanto sociedad, determinaríamos las «líneas de riqueza» por encima de las cuales una fortuna es excesiva? ¿Deberían los «ricos no merecedores», que logran su riqueza mediante una extracción perjudicial para la sociedad en general, ser tratados de manera diferente de los «merecedores», quienes como resultado de una habilidad, un esfuerzo y una toma de riesgos excepcionales crean nueva riqueza de modos que benefician a otros además de a sí mismos? El mayor obstáculo por superar es de naturaleza política. La expectativa de que los temblores generados por el colapso de 2008 dispararían un cambio hacia una filosofía de gobierno más progresista que propiciara un reparto de la riqueza más igualitario no se materializó. Las políticas favorables al mercado y contrarias al Estado de las últimas décadas se encuentran ahora profundamente desacreditadas. El Fondo Monetario Internacional, por ejemplo, señaló que las políticas neoliberales han sido «sobrevendidas». Son múltiples los llamamientos a reconfigurar el capitalismo con, en palabras de Robeyns, «un sistema económico basado en valores y más considerado». Si bien un sistema de esa índole podría llegar a surgir, existen escasas señales de la clase de cambio de valores y nuevas normas culturales que constituirían un requisito necesario para una política de moderación y limitarismo.

Nota: La versión original de este artículo en inglés se publicó en LSE Review of Books, el 08/02/2024 y está disponible aquí. Traducción: Elena Odriozola

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