El puñetazo a un ministro no despierta al peronismo
ArgentinaDaniel Barrientos era conductor de autobús en La Matanza, el mayor distrito electoral del extrarradio de la ciudad de Buenos Aires. En la madrugada del lunes pasado, recibió un disparo en un intento de asalto. Su cuerpo quedó tendido sobre el volante cuando le faltaban solo 19 días para jubilarse. Sus compañeros de la línea 620, furiosos, cortaron uno de los ingresos a la capital para exigir seguridad. Hasta allí llegó en helicóptero el ministro de Seguridad de la provincia, Sergio Berni. Se acercó sin custodia dispuesto a negociar, pero fue recibido a puñetazos por los chóferes y terminó en un hospital con el rostro ensangrentado. A siete meses de las elecciones, algo no está bien en Argentina: los choferes comenzaron a corear «que se vayan todos», el grito de guerra de las revueltas de 2001 contra Fernando de la Rúa, el presidente que huyó de la Casa Rosada en helicóptero acorralado por la crisis económica.
La inseguridad es la segunda preocupación de los argentinos detrás de la inflación. Las estadísticas oficiales dan cuenta de una tasa de homicidios dolosos de 4,6 cada 100.000 habitantes. La cifra es casi cinco veces menos que la de Brasil y seis que la de México, pero oculta que en los puntos calientes del conurbano de Buenos Aires los robos son constantes y la gente vive con miedo. Eso es lo que evidencias las encuestas, más aún cuando la inflación disparada -que ya supera el 100% – genera un umbral de irritación que linda con la protesta. Los choferes que el 3 de abril atacaron a Berni eran todos trabajadores asalariados, con seguro médico, vacaciones pagadas y jubilación. Su ira no está impulsada por el hambre. Por eso sus puñetazos hicieron temblar al Gobierno, agitaron aún más las peleas internas y desnudaron las falencias electorales del peronismo.
Berni no es un ministro cualquiera. Lleva 20 años cultivando el personaje de hombre duro, pragmático y eficiente. Tiene le venia de la vicepresidenta, Cristina Kirchner, y del gobernador de la provincia de Buenos Aires, Axel Kicillof. Respetado por los policías, ha sobrevivido en su puesto pese a sus peleas constantes con sus pares del Gobierno federal. Su llegada a la boca del lobo el pasado lunes es un clásico de su gestión. Cuando las cámaras de televisión muestran algún conflicto, hacía allí se dirige Berni en moto o helicóptero para poner orden, aunque no sea su jurisdicción. Hace una semana, nadie de su entorno le advirtió que la cosa estaba más caliente de lo habitual.
La primera reacción de Berni fue denunciar una emboscada. Dijo que no se había defendido porque era cinturón negro de karate y temió lastimar a alguien. Y si no denunciaba a sus agresores era porque no se consideraba «un alcahuete». Después se peleó con su par de Nación, Aníbal Fernández, al que acusó de no enviar las fuerzas federales que había prometido. Desde el Gobierno de la provincia agitaron la idea de que el asesinato del chófer era algo armado para perjudicar a Kicillof. La respuesta fue entonces detener a los chóferes que atacaron al ministro con un inusual despliegue de fuerzas policiales que fue repudiado incluso por Cristina Kirchner.
«Me dicen que se trató de un operativo conjunto de la policía de CABA [ciudad de Buenos Aires] con la Bonaerense. ¿Era necesaria la magnitud del operativo y el tratamiento que se le dio al detenido, como si se tratara de aprehender a un narcotraficante en su bunker?», escribió la vicepresidenta en Twitter. Por motivos distintos, también se quejó Patricia Bullrich, precandidata a presidente por la alianza opositora Juntos por el Cambio. «A los narcos y a los delincuentes nunca les pasa nada, pero para arrestar a un laburante mandan a todo un escuadrón. Siempre del lado de los chorros [los ladrones], dijo Bullrich. «Así es el protocolo», se defendió Berni, y pidió disculpas ante algún eventual ofendido.
El gran ausente en la discusión pública fue el presidente, Alberto Fernández, que prefirió observar como Berni, Kicillof y Kirchner recibían los golpes. Fernández observó desde bambalinas recién llegado de Estados Unidos. Allí le pidió a Joe Biden que Estados Unidos lo apoye ante el FMI. Demora en el mientras tanto el lanzamiento de su reelección para irritación del kirchnerismo, que pretende que el candidato del sector salga de las elecciones primarias y obligatorias que se celebrarán el 13 de agosto.
Cualquiera sea el elegido tendrá una tarea ingrata, porque los sondeos dan al peronismo empatado en un triple 20% con el macrismo y los libertarios de Javier Milei, el candidato antisistema que suma votos con insultos a «la casta» política. Si la crisis económica se agrava, como es de esperar, poco podrá hacer el representante de la Casa Rosada para evitar un triunfo opositor en las generales de octubre.
El crimen del chófer complicó aún más la situación. No solo porque perjudicó las aspiraciones reeleccionistas de Kicillof en la provincia de Buenos Aires; también dio alas a la oposición de derecha, que capitalizó para sí el discurso de la mano dura contra la delincuencia. Benefició sobre todo a Patricia Bullrich, la cara más visible de los halcones dentro de Juntos por el Cambio. La exministra cuenta con el apoyo del expresidente Macri, que no se cansa de repetir, sin demasiadas precisiones, que estos son tiempos para tener «coraje». El ambiente en Argentina, según el expresidente, no está para palomas.
EL PAÍS