Democracia y demagogia en la Argentina de los Fernández
ArgentinaARIEL SRIBMAN MITTELMAN
Hay en el Río de la Plata la idea de que el dulce de leche mejora cualquier postre. Así, helado, bien; helado con dulce de leche, mejor. Flan, bien; con dulce de leche, mejor. Torta, bien; con dulce de leche, mejor. Con la democracia sucede lo mismo: el concepto más opaco, si se le sitúa al lado el adjetivo “democrático”, adquiere luz celestial. Justicia, bien; justicia democrática, mejor. Convivencia, bien; convivencia democrática, mejor. Compromiso, bien; compromiso democrático, mejor.
No fue precisamente dulce para Cristina Fernández de Kirchner la semana del 22 de agosto. Los fiscales de la causa “Vialidad” pidieron para ella 12 años de cárcel e inhabilitación vitalicia para ejercer cargos públicos. Como era de esperarse, la catarata de reacciones se puso en marcha inmediatamente. Reacciones peligrosas, desde luego, porque son más ideológicas y viscerales que serenas y racionales. Peligrosas porque implican enjuiciar a la Justicia argentina. Más peligrosas aún porque la primera en denigrar a la Justicia fue la propia vicepresidenta, de quien se esperaría algún grado de respeto por las instituciones del país.
Pero un tuit dejaba bastante clara su posición: “El Poder Judicial argentino apesta”. Finalmente, peligrosas al máximo nivel porque echaban leña al fuego de la polarización, de la furia verbal que se ha ido instalando en Argentina durante los últimos quince años. Ello explica que la secuencia acabara con el intento de asesinato de la vicepresidenta el pasado 1 de septiembre.
A propósito de este caso, las investigaciones apenas han comenzado y la información que va apareciendo impide sacar conclusiones. Al contrario, obliga a la prudencia. Pero lo relevante aquí no es el enjuiciamiento del suceso, sino un hecho mucho más palmario: la atmósfera sociopolítica argentina está tan cargada que la violencia física no resulta completamente insólita. El crecimiento progresivo de la agresión verbal hasta extenderse a otros medios (como la violencia física) merece condena categórica, pero sería entre ingenuo y cínico afirmar que no cabía esperar tal evolución.
Retornando al frente judicial, estas líneas no pretenden entrar en el juego de valoraciones sobre si el juicio a la vice es justo, si Cristina es culpable, si la Justicia argentina apesta o huele a jazmín. Ni siquiera en el juego, más dramático aún, sobre el significado y las consecuencias de que el juicio sumarísimo al Poder Judicial lo realice el Poder Ejecutivo del propio país. Aquí se trata de otra cosa: de los argumentos que se emplearon. Y especialmente de uno: la democracia.
Desde España, la líder de Podemos, Ione Belarra, tuiteaba: “La guerra judicial y mediática contra gobiernos progresistas es una constante que siempre vamos a denunciar. Porque no es contra nosotros, pone en peligro a la propia democracia. En España, Argentina o cualquier país democrático. Nuestro apoyo desde @PODEMOS a @CFKArgentina”.
Desde la propia Casa Rosada, tres cuartos de lo mismo. Un comunicado oficial de la Presidencia afirmaba: “El gobierno reitera su adhesión a la plena vigencia del funcionamiento democrático de la justicia”.
En las declaraciones de Belarra y de Fernández hay dos problemas sustanciales. Primero, que confunden democracia con Estado de derecho. Segundo, que intentan ver —y hacer ver— democracia donde hay un régimen mixto.
Democracia y Estado de derecho
Preséntese usted a unas elecciones prometiendo reforzar el Estado de derecho. Sacará un voto o ninguno. Preséntese prometiendo reforzar la democracia. Sus electores se multiplicarán milagrosamente, como los panes y los peces. Así es el canon demagógico de nuestro tiempo. La democracia es el dulce de leche de todos los postres políticos. Por eso Alberto Fernández cerró su discurso inaugural afirmando que “con la democracia se cura, se educa y se come”.
Cabía sospechar que no sabe muy bien qué es esa democracia de la que hablaba. Sin embargo, hubo que esperar dos años y medio para comprobarlo con toda claridad. Una de dos: o Belarra y Fernández no conocen la diferencia entre democracia y Estado de derecho, o la ignoran activamente. En otras palabras: ¿es mayor su ignorancia o su demagogia?
La democracia se refiere exclusivamente a cuántas manos ejercen el poder público. No es una definición novedosa. Todo lo contrario: nos llega desde la antigua Grecia. El poder público en una sola mano: monarquía. En unas pocas manos: aristocracia. En manos de la mayoría: democracia.
Lo que denuncian Fernández, Belarra y, por supuesto, la propia Cristina Fernández, es que la Justicia argentina no es independiente; que se encuentra maniatada por determinados poderes. ¿Qué tendrá eso que ver con la democracia, es decir, con que el poder público esté en manos de la mayoría?
La democracia es un atributo del sistema político. Explica la repartición del poder dentro de la sociedad. La Justicia es una rama del Estado, pero no es un espacio político. Precisamente lo contrario: la politización de la Justicia es una de las más graves amenazas que la acechan. Lo que está en juego en el hecho de que la Justicia sea independiente —o no— es el Estado de derecho, no la democracia.
“Funcionamiento democrático de la justicia”, afirma el comunicado de la Presidencia. Es algo así como la equitación protestante de la que hablaba Borges. Con un agravante: viene de un presidente que, según el propio comunicado, “se ha criado en la familia de un juez, se ha educado en el mundo del derecho y enseña Derecho Penal desde hace más de tres décadas”. Quizá debería conocer la diferencia entre democracia y Estado de derecho.
Si la justicia fuera democrática, ¿eso significa que los ciudadanos votarían los veredictos? ¿O que votan a los jueces? En efecto, ¿sabrá Fernández por qué los ciudadanos no votan a los jueces en ningún país? Ni siquiera en aquellos a los que el peronismo admira. Por ejemplo, Venezuela, donde se vota al Ejecutivo y al Legislativo, pero no al Judicial. O Bolivia. O Irán, Rusia y China, donde se vota… Mejor no sigamos.
Democracia y régimen mixto
Algunos de aquellos griegos —y romanos— que clasificaron las formas de gobierno nos legaron una tesis: la forma ideal no es la monarquía ni la aristocracia ni la democracia, sino una combinación de las tres. Así, en la Roma republicana funcionaba un régimen mixto, en el que los cónsules eran el elemento monárquico, el Senado constituía el aristocrático, y los tribunos de la plebe representaban el democrático.
Dos mil años después nacen las repúblicas independientes latinoamericanas y toman ese modelo: el presidente sería el elemento monárquico, el Senado constituiría el aristocrático, la Cámara de Diputados representaría el democrático.
Preséntese usted a las elecciones prometiendo fortalecer el régimen mixto. Obtendrá un voto o ninguno. Preséntese prometiendo fortalecer la democracia, como si se creyera que vivimos en una democracia pura. Sus electores se multiplicarán milagrosamente. Una de dos: o Belarra y Fernández no se han enterado aún de que nuestros Gobiernos no son democracias puras, sino regímenes mixtos, o lo ignoran activamente. En otras palabras: ¿es mayor su ignorancia o su demagogia?
Ariel Sribman Mittelman
Politólogo y profesor de Estudios Latinoamericanos en la Universidad de Estocolmo. Doctor en Ciencia Política por la Universidad de Salamanca. Especializado en la sucesión del poder y la vicepresidencia en América Latina.
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